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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

Televisión, cultura y región

Jesús Martín-Barbero

Conferencia
(“Cómo piensa la universidad la televisión regional”, foro
de la Universidad del Valle, 1987; publicada en Magazín
Dominical, El Espectador, No. 220, 1987, y en Pre-textos,
Univalle, Cali, 1995)

« (…) la región está significando un lugar clave a la hora


de pensar la resistencia y la creatividad frente a la
homogenización. Porque si hacerle frente a la
seducción/imposición cultural que nos viene del mercado
transnacional exige algo más que retórica chauvinista, o
mero repliegue que nos coloque a la defensiva,
necesitamos entonces desarrollar todo lo que nos queda
de cultura viva, cotidiana, capaz de generar identidad.
Si no es desde ahí lo transnacional nos tiene bien ganada
la partida. Pero región en este sentido no puede
confundirse con las demarcaciones político-jurídicas, y
mucho menos con el uso que de ellas como feudo hacen
los caciques; y, a la vez, región significa algo bien
diferente a lo que propone aquella visión romántica que
hace de ella el lugar donde “se guardan las ciencias” y
“se conservan las raíces”. No es con esencias, ni siquiera
con raíces, que podemos hoy resistir y enfrentar
creativamente la complejidad cultural en que vivimos.
De ahí que el debate sobre las concepciones de cultura
se nos torne crucial. »
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Invirtiendo el título vamos a comenzar por preguntarnos de


qué estamos hablando cuando nombramos la región, pues
es a partir de ahí que se “concretan” las otras dos cuestio-
nes: desde qué concepciones de cultura estamos pensando
la televisión, y qué modelos de televisión pueden dar cabida
a las demandas de las regiones.

La cuestión regional

Comencemos entonces por ubicar la “cuestión regional”:


¿Por qué la región se ha vuelto tema y referente obligado en
los últimos años, tanto en el ámbito de los movimientos
sociales como de los trabajadores culturales, de los políticos
y de los investigadores? Desde la gente que lucha en la base,
ya sea en los paros cívicos y los movimientos barriales,

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hasta los que se ocupan de pensar la dinámica cultural de


nuestras sociedades, la búsqueda y defensa de la autonomía
regional se halla de una manera u otra vinculada a la crisis
de lo nacional. Crisis no sólo de una identidad simbólica sino
de la nación como sujeto capaz de hacer real aquella unidad
que articularía las demandas y representaría los intereses de
las diferentes partes que cobija su idea. Crisis a la vez ope-
rante y aplazada en América Latina desde el tiempo en que
las naciones se hicieron “a costa” de las regiones, esto es,
no haciendo converger las diferencias sino subordinándolas,
poniéndolas al servicio de un Estado que más que integrar
supo centralizar. ¿Qué ha llegado a ser lo nacional en cuan-
to estructura de representación y participación en las
decisiones? A esto apunta sin duda la dimensión política de
que se carga hoy la cuestión cultural: ya no podemos pensar
la diferencia sin pensar desigualdad. De manera que hablar de
identidad cultural implica hablar no sólo de acentos y cos-
tumbres, de música y artes, sino también de marginación
social, de expoliación económica y de exclusión en las deci-
siones políticas; pues una región está hecha tanto de
expresiones culturales, como de situaciones sociales a través de
las cuales se hace visible el “desarrollo desigual” de que está
hecho el país. La región resultará además expresión de una
particular desigualdad: aquella que afecta a las etnias y
culturas que, como los negros y los indígenas, y otros tam-
bién, son objeto de peculiares procesos de desconocimiento
y desvalorización. Nos referimos a identidades culturales no
reconocidas pero utilizadas ideológicamente para descargar
sobre ellas el resentimiento nacional, para echarles la culpa
del atraso y ejercer sobre ellas un racismo que la retórica
populista no alcanza nunca a disfrazar del todo.

La crisis de lo nacional tiene sin embargo hoy otro ámbi-


to de referencia al que se halla contradictoriamente ligado el
nuevo sentido de lo regional. Se trata de la “cuestión trans-
nacional” en lo que ella implica de pérdida en la capacidad

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de decisión de los gobiernos nacionales para dirigir el desa-


rrollo de cada país, y en lo que tiene de homogenización
progresiva de los modos de vida. Lo que la transnacionali-
zación pone en juego no es ya la imposición de un modelo
económico sino el “salto” a la internacionalización de un
modelo político con el cual hacer frente a la crisis de hegemo-
nía.

Es la nación la que está siendo convertida en enclave de


contradicciones y conflictos a partir de la presión conver-
gente de lo transnacional y lo local; pues los procesos
mismos de transnacionalización agudizan y movilizan los
conflictos “internos”, y no sólo aquellos obvios –que apare-
cen como parte del costo social que acarrea la pau-
perización de las economías nacionales y el desnivel cre-
ciente de las relaciones económicas internacionales–, sino
aquellos otros conflictos que la nueva situación saca a flote
y que se ubican en la intersección de la crisis de una cultura
política y el sentido de las políticas culturales. Se trata de
una percepción nueva del sentido de la identidad, enfrenta-
da tanto a la homogenización descarada que viene de lo
transnacional como a aquella otra que, enmascarada, viene
de lo nacional en su negación, deformación y desactivación
de la pluralidad cultural que constituye a estos países.

En el plano político es claro que las regiones necesitan de


la nación al mismo tiempo que la realizan, de ahí que no
puedan pensar sus economías separadamente. Sería iluso
que se tratara de hacer frente a las transnacionales desde
Cali, Pasto, Barranquilla o Medellín; pero en el terreno
cultural puede estar sucediendo algo bien diferente. Ya que
lo que culturalmente hay de más vivo quizá no se halle en
lo pomposamente aireado y legitimado como nacional, sino
en lo que se vive y se produce desde cada región y ello tanto
en la cocina como en la música, en la danza como en la
literatura. ¿Desde dónde podrá entonces enfrentarse verda-

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deramente la homogenización transnacional?, ¿desde una


identidad tan necesaria pero tan poco cotidiana como la
nacional, o desde aquellas otras que alimentan y sostienen
la vida cotidiana de la gente como son las culturas regiona-
les en un “país de países” como es Colombia?

La región representa así, de un lado, el espacio de una au-


tonomía que haría posible la asunción de las decisiones que
afectan a cada región, y también el derecho a que la voz de
las regiones pese a la hora de las decisiones nacionales. De
otro lado, la región está significando un lugar clave a la
hora de pensar la resistencia y la creatividad frente a la
homogenización. Porque si hacerle frente a la seduc-
ción/imposición cultural que nos viene del mercado
transnacional exige algo más que retórica chauvinista, o
mero repliegue que nos coloque a la defensiva, necesitamos
entonces desarrollar todo lo que nos queda de cultura viva,
cotidiana, capaz de generar identidad. Si no es desde ahí lo
transnacional nos tiene bien ganada la partida. Pero región
en este sentido no puede confundirse con las demarcaciones
político-jurídicas, y mucho menos con el uso que de ellas
como feudo hacen los caciques; y, a la vez, región significa
algo bien diferente a lo que propone aquella visión románti-
ca que hace de ella el lugar donde “se guardan las ciencias”
y “se conservan las raíces”. No es con esencias, ni siquiera
con raíces, que podemos hoy resistir y enfrentar creativa-
mente la complejidad cultural en que vivimos. De ahí que el
debate sobre las concepciones de cultura se nos torne cru-
cial.

Concepciones de cultura

Hasta no hace mucho hablar de cultura era nombrar un


terreno acotado y bien delimitado: cosas del espíritu y hom-
bres especiales, bellas artes y gustos de élite. Pero ese
terreno sufre últimamente de una erosión tan fuerte que sus

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delimitaciones se han tornado borrosas, y hasta tal punto


que al decir ‘cultura’ hoy es difícil saber lo que estamos
nombrando. La confusión apunta sin embargo positivamen-
te hacia una percepción nueva de lo cultural, de la mediación
que las dimensiones y las dinámicas culturales ejercen en
los procesos económicos, en las solidaridades políticas y en
los conflictos sociales. No voy entonces a plantear una
discusión académica sino a deslindar en algunos de sus
rasgos claves a aquellas concepciones que son aún las de
mayor peso en nuestra sociedad, primero desde la teoría y
después desde las “formas de la práctica” en que el Estado y
la empresa privada orientan las políticas culturales.

Las concepciones que hegemonizan hoy el campo cultural


como proyecto intelectual siguen siendo, aunque fuertemen-
te desgastadas, la de los críticos ilustrados y la de los
folkloristas románticos. La primera goza aún del mayor
prestigio en el mundo académico, y la segunda conserva
mucho de su atractivo político. Para los críticos ilustrados el
paradigma de la cultura es el arte. Por cultura se entiende
entonces un determinado y exclusivo tipo de prácticas y de
productos valorados ante todo por su calidad, calidad que se

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halla socialmente ligada a su capacidad de “distinguir” a


aquellos que la poseen tanto en el plano de las destrezas
como en el de los productos. Sostener ese concepto de cul-
tura implica sostener como básica aquella diferenciación
que separa tajantemente a la gente que tiene gusto –es decir
distinción– de los que no lo poseen. La palabrita en castella-
no es semánticamente preciosa: distinguirse es mucho más
que diferenciarse, es convertir la diferencia en exclusión.
¡Qué diciente la frase que “junta” a los que tienen distinción
con los que tienen clase! El resto está formado por todos los
que no se distinguen, por el rebaño de borregos, es decir,
por la masa. La concepción que identifica la cultura con el
arte, o, lo que es lo mismo, con “lo mejor”, con lo más
excelso, suele operar con dos prejuicios netos. Uno: lo que
no es “esa” cultura no puede ser sino deformación o deca-
dencia; en últimas, no fue o no es ya cultura. Y partir de esa
unitaria visión de la cultura se forja el segundo prejuicio:
puesto que las mayorías están formadas por masas incultas
su único posible acceso a la cultura es elevándolas, esto es,
enseñándoles la verdadera cultura. Esto es exactamente lo
que los críticos ilustrados entienden por cultura cuando se
asoman a la televisión: dar clases de cultura.

La otra concepción dominante, la de los folkloristas román-


ticos –que es, como decíamos, la de mayor prestigio político
tanto en la derecha como en la izquierda en América Lati-
na– define lo que es cultura no a partir de la calidad sino de
la autenticidad del origen o la pureza de las raíces. Lo que nos
queda de auténtico sólo puede ser aquello cuya verdad es
anterior a los mestizajes, las contaminaciones y las defor-
maciones. Estamos en el reino de “lo sin historia”, como
afirma Mirko Lauer, de lo originario convertido en punto
de partida inmóvil. Y desde esa visión, lo popular, que sería
lo culturalmente verdadero, acaba siendo identificado con
lo primitivo, con lo elemental; y lo que es peor: acaba sien-
do convertido en lo irreconciliable dadas la transformación

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histórica y la modernidad. Al confundir la memoria históri-


ca con la nostalgia de los orígenes los folkloristas romá-
nticos piensan el desarrollo cultural en términos únicamente
de contaminación. Con lo que la auténtica cultura sería
aquella que no cambia, ya que no podría hacerlo sin defor-
marse. Para permanecer auténtica, la cultura popular
debería defender a toda costa la fidelidad a sus raíces, a sus
formas originarias, o sea, debería sustraerse a la evolución.
Lo más grave y políticamente más nefasto de esa visión es
que las culturas populares acaban siendo pensadas única-
mente como algo a conservar, no a potenciar y desarrollar,
sino a preservar.

Ante la complejidad y las ambigüedades de la dinámica


cultural que viven hoy nuestros países esas dos concepcio-
nes –caricaturizadas sin duda en lo dicho, pero sólo para
hacerlas más reconocibles– no hacen sino mostrar cada día
más a las claras su incapacidad para comprender lo que está
pasando. Los mestizajes y las apropiaciones polimorfas de
que se alimenta hoy lo popular, la disolución de las barreras
que mantenían separados los universos simbólicos de lo alto
y lo bajo, la emergencia de “sub-culturas” que desde la
anacronía subvierten lo actual introduciendo el destiempo y
la utopía en el espesor masivo de lo urbano, no son pensa-
bles ni desde la ilustrada y distanciada visión de la mayoría
de los críticos, ni desde la dolorida visión de tanto populista
romántico que se mueve aún por nuestras cátedras y nues-
tros periódicos.

Pasando de las ideas de cultura a las políticas culturales


nos encontramos, en primer lugar, con un Estado que en
nombre de las “verdaderas necesidades” culturales del pue-
blo nos hace una propuesta básicamente legitimista y
patrimonial. “Cultura” sólo podría decirse de aquello en
que el Estado legitima su propia idea apoyada en el paso y
en el peso del tiempo; de ahí la tendencia a confundir cultu-

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ra con monumentos, y a reducir su hacer cultural al rescate


y la conservación. Claro que una nación se hace compar-
tiendo un patrimonio cultural, pero de ahí a apostar sólo
por lo que confirma la tradición y rehuir el riesgo de la
innovación hay mucho trecho. El problema es que al que-
darse en una concepción paternalista y patrimonialista el
sector público le está entregando la búsqueda y la innova-
ción cultural a la empresa privada. El Estado se hace cargo
del pasado, y le deja el futuro, el riesgo y los movimientos
de ruptura a la industria cultural. Con excepciones que se
anuncian cada día más raras, esa es la política cultural que
nos rige, y la que nos plantea la necesidad de mirar las di-
námicas y el mercado internacional de la cultura con una
visión menos fatalista y maniquea de la que se acostumbra.
Y no olvidemos que la industria cultural, lo mismo al hacer
telenovelas que exposiciones de arte, tenderá a confundir
cultura con cultura consumible y con cultura rentable. De
ahí la necesidad de hacer entrar en juego la idea de lo público
–y no sólo y no tanto de lo estatal– a la hora de configurar
el ámbito del hacer cultural para pensar unas políticas que
propongan como horizonte del proyecto cultural todo aque-
llo que no cabe ni en el patrimonio rescatable por la
memoria oficial ni en el negocio rentable, todo ese cúmulo
de demandas y propuestas culturales que se producen desde
la sociedad civil.

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Modelos de televisión

Y llegamos a la cuestión crucial: con qué modelos de tele-


visión asumir las peculiaridades de lo regional, los retos de
una identidad cultural que no quede en nostalgia y narci-
sismo, que al asumir la historia lo haga como memoria del
presente y no como refugio y escapismo. La televisión regio-
nal será algo verdaderamente diferente a un mal remedo
–más chiquito y más pobre– de la televisión nacional, sólo
en la medida en que sea capaz de definir su ámbito propio y
su modo propio de operación más allá de lo que propone el
Estado y de lo que determinan los comerciantes. Porque
hay unas demandas de comunicación y de cultura que son
formuladas por el Estado, y las hay que son formuladas por
la empresa privada, pero hay otras demandas que no están
siendo formuladas ni por el uno ni por la otra: son las que
vienen de la sociedad civil, de sus múltiples instituciones, a
veces muy pequeñas y vulnerables, de las organizaciones
populares, comunales, barriales, donde hay gente capaz de
narrar su historia, y contarnos su lucha cotidiana hecha
música, teatro, cocina y arquitectura, tejido, danza o relato
oral. ¿Será ilusorio pensar una televisión hecha por ese
inmenso tejido de instituciones y organizaciones productoras
de cultura? En el mundo de la televisión comercial desde
luego lo será. ¿No es el ámbito regional el indicado para
crear una “alternativa negociada” al modelo estatal y al
comercial, esto es, un modelo en el que no todos los espa-
cios se hallen regidos por la lógica del mercado o la del
didactismo paternalista y se le “abra espacio” a otros modos
de ver y hacer televisión? Ello está sucediendo ya en no
pocos países desde Canadá a España, y hay búsquedas en
ese sentido en México y Argentina, sin hablar de la riqueza
de experiencias que a ese respecto ofrecen los Estados Uni-
dos.

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Pero imaginar otra televisión requiere desmontar una serie


de trampas –aparentemente sin salida–. La primera es aque-
lla que identifica fatalmente televisión con masificación –en
el sentido de homogenización/extranjerización– y frente a
la cual no habría más alternativa que didactismo culturalista
mas folklorismo. Sin embargo, ni la cultura cotidiana de la
mayoría de los colombianos vive del folklor, ni el medio
masivo de comunicación implica fatalmente homogeniza-
ción. La trampa es sin duda política, porque lo que ahí está
en juego es la idea misma de democracia que tenemos.
Masivo se opone a elitista en cuanto este signifique exclu-
sión y paternalismo; pero masivo puede significar aquello
que tiene que ver con las mayorías sin que ello implique
necesariamente desconocimiento de las minorías. La demo-
cracia es hoy, justamente, no sólo una cuestión de mayorías
sino también de minorías, pues la “medida” de la democra-
cia pasa hoy tanto o más por el número y el grado de
diferencias, de grupos y vivencias sociales diferentes que un
país es capaz de convivir, que por una participación conta-
da en número de votos. Y una televisión regional que no
sea pensada desde ahí –desde un uso del medio masivo que
le dé la palabra al máximo de grupos, de voces– estará con-
denada al más triste y más estrecho de los provincianismos.
Una televisión regional que asuma no como compartimen-
tos sino como riqueza las diferencias de las etnias y las
religiones, de las edades y de los sexos, de lo letrado y de lo
oral, podría constituirse en el mejor estimulante de la de-
mocracia cotidiana. Una televisión regional que dé a
conocer unas regiones a otras, que permita encontrarse al
Valle con la Costa, a Antioquia con Nariño, podrá ayudar a
reconstituir la nación desde abajo, y la nación se integrará des-
centralizándose.

Segunda trampa: hacer televisión es dirigirse a una masa


pensada culturalmente a imagen de una clase media, me-

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diana y mediocre. Contra esa trampa está la experiencia de


cualquier periodista que, aunque escribe en un medio masi-
vo, sabe para quién escribe, para qué lectores escribe. O sea
que lo que nos hace impensable otro modelo de televisión es
el chantaje ejercido por la identificación –comercial– del
máximo de audiencia con el máximo de comunicación. Y
eso es un sofisma: lo único que nos dicen los ratings es cuán-
tos aparatos de televisión hay encendidos durante equis
programas, pero no cuánta gente está mirándola y mucho
menos quiénes y cómo la ven. Entonces, ¿en función de qué
seguimos pensando que hacer televisión para las mayorías
es hacer televisión para la mediocridad? Mucho menos,
desde luego, a partir de lo que sabemos acerca de esas ma-
yorías que a partir de los prejuicios que nos ha inculcado
aquella concepción “ilustrada” y conductista de la cultura
según la cual las masas populares son una cosa amorfa,
imbécil y pasiva que lo único que puede hacer culturalmen-
te es reaccionar. Y desgraciadamente el modo en que se
hacen la mayoría de las encuestas sobre la relación de la
televisión con “su” público no hacen sino reproducir esos
prejuicios: “¡Ilustrarlos!”.

Termino retomando la utopía –puesto que ella es para mí


un integrante fundamental de lo que implica hacer teoría–,
y la despliego en dos direcciones. Primera: en medio de un
país tan “roto”, tan fragmentado y dividido como se halla
hoy Colombia, la función primordial de la televisión regio-
nal debería ser poner este país a comunicar, ponerlo a
encontrarse, a reconocerse en la diversidad de sus culturas y
en la desigualdad de sus situaciones; puesto que eso la tele-
visión comercial parece que no puede –o no le interesa–
hacerlo, las televisiones regionales quizá podrían comenzar
a cambiarnos la mirada. Pero sólo si para cada región reco-
nocerse no se confunde con ensimismarse: una cosa es
empezar a verse, a mirarse en sus problemas y sus potencia-
lidades, en sus decires, en sus cantares y sus sabores; pero

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reconocerse es otra cosa, es algo que sólo puede lograrse


con los otros. Hacer televisión desde el Valle será entonces
mirar no sólo el Valle, sino mirar desde el Valle el país entero
y el mundo. Segunda dirección: “concreción” de la utopía.
La televisión puede desde la región estimular no sólo el
consumo sino la producción cultural; la “cercanía” a la vida
que se cuenta, al mundo del que se habla, puede hacer em-
patar el ver con el hacer. Y hacer entonces una televisión
que estimule a la gente a leer, a escribir, a pintar y a tejer.
Porque es otra antinomia intelectualista la que opone la
televisión a la lectura, y si ello es así, lo es tanto por lo que
hace la televisión como por lo que pasa en unas escuelas en
las que se sigue pensando la vida cotidiana de los niños y
los jóvenes como si la televisión no existiera y no estuviera
conformando –nos guste o no– otra cultura. Bien otra sería
la situación si las escuelas empezaran a “tomarse en serio”
la experiencia narrativa, iconográfica y escénica, la nueva
percepción comunicativa y estética que se configura desde
la televisión; y si regional/cultural fuera el nombre de una
televisión que busca ofrecerle a la gente la oportunidad de
reconocerse como sujetos sociales y la ocasión de producir
cultura.

La concepción que sobre los canales regionales de televi-


sión acabamos de exponer se va a prestar seguramente a
más de un malentendido. Mucho me temo que vaya a ser
leída por alguno como la defensa de una especie de “alter-
nativa marginal” y marginada de los procesos nacionales,
cuando lo que se busca justamente es replantear y rehacer
desde la televisión, el sentido de lo nacional. No estamos
proponiendo en modo alguno abandonar la lucha por la
transformación de la televisión nacional, sino planteando
una forma estratégica de abrirle brecha y posibilidades,
desde el ámbito regional, a esa transformación. La nación
no se hace únicamente desde Bogotá. De ahí que, si hemos
de reconocer lo mucho que se ha avanzado en algunos

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aspectos de la televisión nacional, es sin embargo el modelo


que rige las tomas de decisión y las formas de producción el
que puede y debe ser replanteado radicalmente para que
deje de ser tenido y legitimado como el único posible en el
país. Y es por eso que los canales regionales no van a poder
escapar a la disyuntiva: o abren alternativas o acabarán
convirtiéndose en provinciano remedo y refuerzo de lo que
tenemos.

Cali, febrero de 1987.

Televisión, cultura y región.

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