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INTRODUCCIÓN
La vida interior
El desorden y la lucha
Despojo de la imaginación
Mortificación del corazón
Renunciamiento a la voluntad propia
Humildad
Mansedumbre
Amor a la Cruz
Paciencia
La fe
La esperanza que engendra el abandono
El amor
Morad en Cristo
Bajo la mirada de Dios
A la sombra de la Eucaristía
María, nuestra Madre
Hallar a Cristo en sus amigos
El espíritu de oración
La caridad para con el prójimo
Silencio y soledad del corazón
Resumen: el despojo total
El deseo de la perfección
El deseo de la unión plena con Dios
Su invitación viene al alma desde dentro de si misma
Dios es quien la escoge y quien la atrae
Presencias y ausencias de Dios
Necesidad de las purificaciones pasivas
Dios vacía poco a poco el alma para entregarse a ella
Dios abrasa el alma
Y la deja recaer en su miseria nativa
Aceptad en paz la prueba
Contemplación feliz y contemplación dolorosa
Palabras de Dios al alma
Éxtasis y oración
Gracias místicas y actividad externa.
Los «pianissimos» de la unión: nuevas búsquedas de Dios
El deseo torturante de Dios
Sufrimientos purificadores, sufrimientos redentores y apostólicos
Alegría en el sufrimiento que conduce a Dios
Levántate, amada mía
INTRODUCCIÓN
Pero lejos de guardar celosamente para ella los favores recibidos, el alma
plenamente unida a su Dios desborda de fecundidad apostólica, pues por
«dondequiera que está, el amor actúa... Aun privada de los medios ordinarios de
la acción, que son la palabra y las obras, sigue actuando, y tal vez más
eficazmente que nunca. Le quedan la oración, el sufrimiento, la misma
impotencia. Todo lo encuentra bien. Convierte en flecha cualquier madera».
El ciclo de una vida espiritual profunda concluye así con la plena entrega de uno
mismo a Dios y a los demás.
No conviene, por otra parte, que este plan, aparentemente riguroso, equivoque al
lector sobre el verdadero sentido de este libro. Porque estos «trozos escogidos»
de ningún modo pretenden constituir una doctrina completa de la unión a Dios,
sino que más bien quieren comunicar, a través de las palabras, una experiencia
que se refiere con mucha espontaneidad. No nos hemos preocupado así, al
encadenar los textos, de establecer en ellos una rigurosa continuidad de estilo. A
veces el autor habla del alma espiritual en general, mientras que otras se expresa
en primera persona. A menudo parece también interrumpir su discurso para
hablar directamente al lector. En otros pasajes, quien habla es Cristo. Y aunque
las leyes literarias de la composición hayan de padecer por tanta libertad, parece
que, a cambio de ello, la lectura de estas páginas dará la impresión de un diálogo
muy libre y muy cordial con un alma que ha encontrado a Dios.
El estilo de esta obrita parecerá, sin duda, de una sencillez desconcertante. Los
escritores espirituales conocen el drama de la expresión todavía más que los
autores profanos. Pues sí difícilmente se dejan los sentimientos de un hombre
definir y transmitir por él a sus semejantes, ¿qué habremos de decir de las
operaciones de la Gracia en un alma? Lo que un Dios oculto y trascendente
realiza allí, a su arbitrio, bajo el manto de la noche o en el alborear de una fe ya
irradiante, no lo han visto los ojos ni lo han escuchado los oídos... « ¿Cómo
hablar, Dios mío, de la unión íntima contigo? Harían falta palabras más blancas
que la nieve, más ardientes que el fuego. Estas palabras no existen. Y, sin
embargo, ¿cómo callarse sobre la única cosa que verdaderamente tiene valor y
que cuenta?» Y el alma gime: « ¡Oh Amor!, las palabras son demasiado pequeñas
para contenerte y por eso las destrozas; son demasiado débiles para expresarte, y
por eso las aplastas.»
Pero el espiritual se resigna más fácilmente que el escritor a esa deficiencia de la
expresión. La considera como una miseria más que añadir a tantas otras de que se
ve acribillado y la acepta con la misma humilde dulzura con que soporta aquéllas.
Por lo demás, y a su manera, la pobreza del lenguaje humano es un himno a la
gloria de lo Inefable: «...puesto que (esas palabras) proclaman por su misma
impotencia Tu grandeza y Tu fuerza.»
El místico renunciará, pues, a torturarlas para tratar de hacer que digan lo que no
pueden decir. Pero la sencillez de su estilo será una especie de escándalo para
esas inteligencias carnales que querrían apreciar el valor y la intensidad de la
experiencia espiritual, no por el comportamiento moral, sino por las palpitaciones
de la sensibilidad y por los dones de la expresión. Piensan como el apóstol
Tomás: «Sí no veo en sus manos la señal de los clavos -la señal de las heridas
que el amor ha causado al alma- y meto mí dedo en el lugar de los clavos y mi
mano en su costado, no creeré». Pero esas heridas son invisibles, y si la carne
participó en los trastornos espirituales del alma, no guardó su huella exacta y no
es capaz de expresarlas perfectamente. Lo que es espíritu sigue siendo espíritu y
se mantiene más allá de lo sensible; es de otro orden.
E Incluso, el espíritu se deleita a veces en borrar sus propias huellas, como para
desafiar a la carne. Ciertos espirituales escogen voluntariamente, tal como el
Señor lo hizo en su Evangelio, los términos más sencillos para decir las cosas
más sublimes. Les importa poco parecernos banales o monótonos, sí el amor les
hace hallar a esas palabras usuales un sabor constantemente nuevo.
Las almas interiores de todos los tiempos han cantado sustancialmente siempre,
aunque sin duda con infinitas variantes, esa misma cantinela del Amor. El Amor
las ha escogido, perseguido y, poco a poco, ha ido invadiéndolas; a través de la
muerte, las ha conducido a la vida. Las páginas que siguen serán así un
testimonio vivo de ese Amor divino y de su reflejo creado, testimonio que habrá
de añadirse a muchos otros.
Pero tal vez se diga: ¿Para qué divulgar esos secretos interiores? La evocación de
favores tan «extraordinarios» y tan raros no conseguirá otra cosa sino que los
cristianos que caminan a paso mesurado por el camino «normal» den vueltas a su
cabeza. Y en cuanto a los que hayan podido conocer semejantes gracias, tal vez
se corra el riesgo, atrayendo la atención sobre ellas, de hacerles perder la lozanía
de su alma.
Para responder a esta objeción, que tiene su peso, empecemos por observar que
estas páginas no van destinadas especialmente a las almas místicas, las cuales,
ciertamente, existen, pero parecen ser raras. «El porqué Él se lo sabe», responde
San Juan de la Cruz descorazonando de antemano nuestras explicaciones
humanas. En todo caso, la extrema sensibilidad sobrenatural de los espirituales
les impide echar sobre sí mismos una mirada de complacencia, y en el sentido en
que Pascal decía del verdadero filósofo que éste «se burla» de la filosofía, los
verdaderos místicos «se burlan» de la mística; al menos de la de los libros. Por
instinto divino se dedican a conservar una perfecta desnudez de espíritu para
caminar cada vez más en la Fe.
Por lo demás, lo que nos parece un término, lo consideran ellos más bien como
un principio; y sólo les parece que empiezan a dejarse manejar por Dios cuando
se abandonan a su Espíritu.
Menos todavía se dirige este libro a las almas que creen ser místicas (y que en un
tiempo como el nuestro no son, ¡ay!, legión). Pues aunque imiten éxtasis y
arrobamientos que casi llegan a confundir, y aunque a menudo lo hagan con una
inconsciencia de la cual son las primeras víctimas; aunque a veces realicen obras
casi extraordinarias, les falta en el Interior ese «no sé qué» sencillo humilde,
abierto, llano, que hace huir al iluminismo y los ofrece a una auténtica
iluminación sobrenatural. Haría falta que se dejasen abrir los ojos, que aceptasen,
por así decirlo, cepillarse con el buen sentido de los verdaderos místicos. San
Juan de la Cruz les aconsejaría que tomasen una «comida sustancial» siguiendo
un poco más a su razón en lo que tiene de legítima (pues tal es el tema de una de
sus máximas). Y Santa Teresa, por su parte, les propondría sencillamente otra
comida: la que imponía a sus falsas visionarias: carne y descanso.
Resulta, pues (aunque sea bastante paradójico), que este librito se dirige a los
cristianos corrientes que somos nosotros, para quienes el contacto de los
auténticos espirituales es siempre beneficioso. Pues su éxito sobrenatural, si nos
atrevemos a asociar ambas palabras, nos hace confiar en las energías casi
ilimitadas depositadas por la Gracia en el fondo de nuestras almas y que sólo
quieren poder desarrollarse allí. Pues el agua clara de la vida descendida del
Trono de Dios y del Cordero hierve en nuestras entrañas, anhelando una salida
para brotar en nosotros como vida eterna. Mientras tanto, murmura persuasiva en
lo más íntimo de nosotros mismos aquella invitación que oyera Ignacio de
Antioquía: « ¡Ven hacia el Padre!» Después de todo la transformación en Cristo,
de la que las epístolas apostólicas hablaban tan osadamente a los primeros
cristianos, no es más que el pleno desarrollo de nuestra vida de bautizados. San
Juan de la Cruz lo proclamó a su vez cuando vio en la «unión plena» la
realización más profunda de aquella frase de Nuestro Señor a Nicodemo: «En
verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu no puede
entrar en el Reino de los Cielos».
¿Por qué, pues, un alma interior no había de anhelar obtener desde esta tierra la
plena unión de voluntad con Dios, bajo la forma en que a Éste le pluguiera darla?
(y no hay en el fondo más que una perfección, más o menos rica en resonancias
conscientes). «Cuando el alma hace lo que es de su parte, dice San Juan de la
Cruz, es imposible que Dios deje de hacer lo que es de la suya» ".
«Indudablemente, añade prudente nuestro autor, no conviene imponerse a Dios;
es inútil y es perjudicial. Invita «de hecho» a quien le place. Pero espera que le
deseemos, que le pidamos, que le llamemos, que le preparemos nuestra alma por
un amor delicado y generoso, constante y abandonado, y tiene derecho a ello. Ése
es, pues, nuestro deber.»
Aun suponiendo que jamás lleguemos a tales cumbres, por pereza o negligencia
de nuestra parte, o por libre voluntad divina de la otra, nos hará bien que
plantemos por un momento nuestra tienda para contemplar la transfiguración de
un alma, nos hará bien respirar el aire de las alturas espirituales, el cual no es otro
que el Espíritu Santo, infinitamente más vivificante que los impuros soplos de la
llanura. Frecuentando a los espirituales aminoramos nuestra grosería nativa, nos
desprendemos de nuestras maneras de ver y de juzgar que son de aquí abajo para
apreciar las cosas a la luz de lo alto. («Vosotros sois de abajo, Yo soy de Arriba»
decía Cristo a los fariseos.) ¿Y no es ésta una apreciable ganancia?
Parece que nada pueda apaciguar ya ese furor justiciero suyo, que la Escritura se
atreve a comparar, con su vigor habitual, al de un hombre borracho. Y, sin
embargo, ¡que fácil de desarmar seria la cólera de Dios si nos dirigiésemos a su
Corazón! Pues su amor lo hace tan invulnerable a nuestras oraciones que Él
mismo parece asombrarse de ello en la Escritura:
« ¿No es Efraim mi hijo predilecto, mi niño mimado? Porque cuantas
veces trato de amenazarle, me enternece su memoria, se conmueven mis
entrañas y no puedo menos de compadecerme de él» (Jer. 31,20)
Si, por tanto, el mundo debe ser salvado -y tiene que serlo-, no lo será ante todo
por esos medios humanos, por esas técnicas que es necesario llevar a la práctica,
pero cuya eficacia sigue siendo limitada. ¡Son medidas humanas, no medidas de
Dios! Ahora bien, detrás de las causas segundas, la fe nos enseña que quien obra
es Dios, que Él no mira al mundo como un espectador entristecido y más o menos
impotente, sino que, por decirlo así, pone sus manos en la pasta humana y la
amasa en todos los sentidos. Ante todo se trata, pues, de doblegar y de conciliarse
a Dios. Eso es posible a aquel que cree y cuya fe viva sube en oración hacia el
cielo. Pues la oración pone en movimiento ese infinito Poder al cual no teme ella
mandar.
Indudablemente que no tenemos demasiado tiempo para orar y que oramos mal.
Pero tras la lectura de estas páginas consuela pensar en esos «amigos viejos de
Dios» de que hablaba San Juan de la Cruz, que, diseminados por toda la tierra,
tratan de arrancarle la salvación del mundo como antaño Abraham la de Sodoma:
¡Que puedan llegar a ser cada vez más numerosas esas almas! Ésa es la oración
que dirigimos al Señor, con Robert de Langeac:
« ¡Qué bueno sería, Dios mío, que hubiera en esta hora en el mundo un mayor
número de estas almas robustecidas por Ti en el bien! Se diría que todo va a
hundirse para siempre... La pobre Humanidad parece un hombre borracho que
busca a tientas su camino. No sabe a quién con fiarse. No sabe sobre quién
apoyarse... ¿Pero quién le abrirá los ojos y le enseñará el camino? ¿Quién
sostendrá sus pasos vacilantes? Tan sólo las almas luminosas y fuertes,
diseminadas en la masa, pueden prestarle ese servicio y llevarla hasta Ti. Haz,
pues, Dios mío, que el número de esas almas redentoras aumente entre nosotros
para que seas conocido, amado y glorificado y para que el mundo se salve.»
LA VIDA INTERIOR
Nuestra Señora del Monte Carmelo es la Patrona de la vida interior, la Virgen
que nos aparta de la muchedumbre y nos lleva dulcemente hacia esas cumbres
donde el aire es más puro, el cielo más claro, Dios está más próximo... y en las
que transcurre la vida de intimidad con Dios.
Según San Gregorio el Magno, la vida contemplativa y la vida eterna no son dos
cosas diferentes, sino una sola realidad; una es la aurora, la otra el mediodía. La
vida contemplativa es el principio de la dicha eterna, su saboreo anticipado. Que
la Reina del cielo nos conceda, pues, la gracia de comprender el estrecho vínculo
que une esas dos vidas para vivir aquí abajo como si estuviéramos ya en el cielo.
Dios está en el fondo del alma, pero está allí escondido. La vida interior es como
una eclosión de Dios en el alma.
Dos cosas hacen falta para llegar a la perfección y a la íntima unión con Dios:
tiempo y paz.
Lo que da valor a los actos reflexivos del hombre es la unión a Dios por la
caridad. Cuanto más profunda es esa intimidad, más valor de eternidad tienen sus
frutos.
Un alma cuya mirada interior, afectuosa y humilde, está siempre fija en Dios,
obtiene de Él cuanto quiere.
¡Qué delicado eres en tus afectos, Dios mío! Tienes en cuenta lo que de
legítimamente personal hay en nosotros, y tratas al alma que amas como si en el
mundo no hubiera otra cosa que ella y Tú.
Creer es comulgar en la ciencia de Dios: Él ve; nosotros creemos en su palabra de
testigo.
En la fe, Dios habla; por la esperanza, Dios ayuda; en la caridad, Dios se da, Dios
colma.
Elevaos hacia Dios constantemente. Dejad en tierra a la tierra. Vivid poco con los
demás." menos todavía con vosotros mismos, pero lo más posible, si no en Dios,
por lo menos cerca de Él.
EL DESORDEN Y LA LUCHA
Por un desorden, consecuencia del pecado original, cada facultad, dice Santo
Tomás, busca su bien propio sin ocuparse del bien común, aunque el conjunto
haya de perecer. Sucede entonces como cuando hay que domar a una manada de
fieras. Que no se consigue sino con el látigo y sin perderlas de vista. Y si uno
carece de dominio sobre sí mismo, sobre todo al principio, aquello es una jaula de
fieras. No bajéis a ella so pretexto de dominarlas a latigazos. No lo lograríais.
Cerrad la trampa y subid hacia Dios. ¿Cómo lograrlo? Es un secreto, pero el
Espíritu Santo os lo enseñará.
Además, que el Enemigo merodea siempre alrededor de las almas. Y aquellas que
se le escaparon y se esfuerzan en servir a Dios le son particularmente odiosas.
Para turbarías lo intenta todo. Quiere impedir que den frutos. Y para eso arremete
contra las flores en cuanto éstas brotan. Pues cada flor que cae antes de tiempo es
un fruto perdido para la cosecha. Y cada buen pensamiento apagado por el
miedo, cada buen deseo sofocado por el temor, son otras tantas flores estériles. El
Demonio lo sabe. Y por eso excita en el alma esos mil pequeños brotes
importunos y turbadores de necia vanidad, de envidiosa susceptibilidad, de
iracunda impaciencia, de caprichosa avidez que molestan, inquietan, paralizan,
intimidan, y acaban por dividir simultáneamente la atención del espíritu y la
aplicación de la voluntad.
La regla general es el Age quod agis de los antiguos. Terminar con las
discusiones inútiles sobre lo que acabamos de hacer, con las preocupaciones
sobre lo que hemos de hacer más tarde. Lo que hemos de vigilar, regular y
dominar es la imagen que está siempre al final de la acción lo mismo que estuvo
en su origen. Atengámonos únicamente a la imagen de lo que hacemos, pero sin
precisarla más de cuanto sea menester. Que durante este tiempo el fondo del alma
está unido muy suavemente a Dios. Insistamos mucho sobre este punto.
Ocupad vuestro espíritu, pero en paz y con paciencia. No le deis a moler más que
muy buen trigo. Que trabaje lentamente. Las lecturas inútiles no sirven más que
para hacer girar la imaginación en el vacío. Pero los molinos no están hechos
para girar, sino para moler. La conclusión es fácil de deducir.
Para ver mejor los «armónicos» de una idea principal y sus ideas afines, debilitad
el sonido de aquélla. Y dedos: agrando, luego exagero.
No escuchéis el rumor que se forma en vuestra alma; eso es, por lo menos, perder
el tiempo. Dejad más bien que la tierra siga girando. Procurad vivir a la manera
de las almas desasidas. Uníos a Dios por lo más alto del alma. No esperéis a
mañana para concluir vuestros trabajos de construcción. Hacedlo desde ahora
mismo.
Vigilad mucho vuestras fuentes, vuestros puntos de partida, como se vigila un
cruce de agujas o una cimentación. Pues sin eso, y ayudados por la lógica, podéis
construir todo un edificio sobre la arena, sin punto de apoyo, en el aire. Y ya
sabéis lo que sucede... A menos de que las conclusiones a las que lleguéis os
adviertan por sí mismas que habéis equivocado el camino...
Hay períodos en los que la «rueda de molino» es muy difícil de parar; es preciso
saber soportar esas importunidades de la imaginación. No persigáis entonces a
Dios, sino volved hacia Él suavemente las facultades superiores. Es lo más
seguro e, incluso, lo más fácil. Velar sobre la salud, la moderación en la marcha,
en la escritura, etc., ayuda mucho. Pues en la pobre máquina humana todo se
relaciona.
Importa mucho evitar todo lo que agita, inquieta y turba. ¿Sobre quién descansará
mi Espíritu sino sobre el humilde y el pacífico? ¡Tenemos tanta necesidad del
Espíritu Santo!
Dad vuestro corazón a Jesús cada vez más. No esperéis para eso a ser perfectos.
No, dádselo ahora. No busquéis voluntariamente ningún consuelo. Dios, que os
conoce y que vela sobre vosotros, os dará los que necesitéis in tempore oportuno.
No dejéis hacer a Dios lo que podáis hacer vosotros mismos. Todavía le quedará
mucho que hacer.
HUMILDAD
Amar que a uno le humillen y le tengan por nada es una gracia. Pedidla sin cesar,
pero sosegadamente.
En la práctica, reconocer que no tiene uno razón, es perder poco y ganar mucho.
Continuad vuestros esfuerzos, aunque sean infructuosos. Dios os los pide para
poder recompensaros. Permite su fracaso, aparente o real, para humillaros.
Necesitáis de la humillación como de un freno. Cuanto más doloroso sea, os es
más necesario. Pues nada nos esconde como la humillación. Y nada nos humilla
como nuestros defectos.
Si alguien nos juzgara tal y como nos conocemos, nos haría sufrir mucho. Y
todavía más si nos dijera su fallo. Pues nada nos duele tanto, aunque
reconozcamos ser unos miserables, como una simple mirada del prójimo cuando
éste nos juzga con nuestra propia medida y, por consiguiente, nos desprecia.
Nuestro fondo de orgullo nos hace sentirla como un hierro candente, como una
quemadura que consume. Hay almas que no pueden sobrevivir al golpe de haber
cometido una falta y al menosprecio que ésta trae consigo. ¡Qué hábiles somos
para responder a los reproches y cuántas precauciones tomamos para evitar la
más pequeña humillación! Pero nada es tan contrario a la paz como esto. ¿Se
tiene paz cuando no se puede tolerar la menor falta de consideraciones? Jamás
podrá Dios conceder sus gracias a un alma que siga preocupada con estas
opiniones humanas que tan inexactas son a menudo; eso es buscar un bien que
Dios se reservó. Y es a Dios a quien hemos de procurar agradar para que nos
mire cada día más favorablemente en lugar de ingeniarnos para que los demás
tengan siempre buena opinión de nosotros, haciendo valer para ello no sólo
nuestros dones naturales, sino, incluso, las gracias sobrenaturales. Ahora bien, la
vanidad espiritual es la peor de todas y prueba con un signo cierto que esas
gracias no vienen de Dios o que Él ya no las concederá. Porque así es imposible
entrar en su Reino.
MANSEDUMBRE
Hay en nosotros un poder irritativo y de reacción que nos permite luchar contra el
obstáculo, contrarrestar un mal presente. Es bueno y licito en sí; sin él, no
seríamos capaces de vibrar, nuestra alma se asemejaría a una tela ajada, inerte, y
no podríamos reaccionar sensiblemente contra ningún mal, ni siquiera contra el
pecado.
Conviene así tener mucho cuidado, pues eso es lo peor que hay en la cólera, y no
como contrario a la caridad para con el prójimo, a quien debemos querer bien,
sino por serlo también muchas veces a la justicia. El terreno es resbaladizo; pues
ese deseo de venganza plenamente consentido, salvo en el caso de parvedad de
materia, podría convertirse en pecado mortal. En un alma piadosa ese sordo deseo
de venganza no es plenamente consentido, pero es inquietante desde un principio:
y como una corriente profunda y semiinconsciente puede inspirar toda nuestra
actividad sin que nos percatemos de ello.
De ahí esos alfilerazos, esas burlas, esas amables ocurrencias que tienen al final
su gotita de amargura ¡Y con qué destreza se capta el momento favorable para
herir, morder o pinchar! Pero no es bueno es esencialmente contrario a la virtud
de mansedumbre y a la intimidad con Dios en sí mismo. Jamás un alma que
guarda ese sentimiento -y ni siquiera hablo de un gran deseo de venganza, sino de
ese deseo que está como escondido y que ni aún a sí mismo quiere uno
confesarse-, jamás esa alma logrará la paz. Es ése un malestar espiritual muy
doloroso y que impide la plena tranquilidad y el sosiego necesario para
contemplar a Dios.
AMOR A LA CRUZ
¿No era preciso que Cristo padeciera y entrase en su gloria? (Lc 24, 26.)
Hay que realizar un esfuerzo para permanecer sobre el yunque mientras llueven
los golpes; para no apartarse de la Cruz: Christo vonfixus sun cruci. Es preciso
resistir largas horas clavado en situación de víctima tanto tiempo como Dios
quiera. Pues Dios no es como los cirujanos terrenales que insensibilizan a sus
enfermos. Él, por el contrario, no nos duerme, sino que a menudo hace más aguda
y más dolorosa esa penetración del sufrimiento en lo íntimo de nuestro corazón
hasta sus últimas fibras.
Sin duda que algunas veces nos hemos sentido iluminados sobre el sufrimiento,
pero cuando nos encontramos frente a un dolor amargo, repugnante, al cual
querríamos escapar a cualquier precio, necesitamos de todo nuestro espíritu de fe
para mantenemos allí sin chistar, como Jesús, con Jesús y por Jesús.
PACIENCIA
Puesto que la paciencia es una gran virtud de los educadores y puesto que
nosotros somos en gran parte nuestros propios educadores, mantened en paz
vuestra alma lo más posible. La agitación, el desasosiego y la inquietud nada
bueno producen. Tenemos que evitarlos. La paz interior es el primero de los
bienes. Sin ella, los demás llegan a ser casi inútiles. Da pacem Domine, Pace
vobis.
LA FE
Agradar a Dios lo es todo para nosotros. Aun cuando tuviéramos todas las
riquezas del mundo, aun cuando fuéramos admirados de todos, si nosotros no
agradábamos a Dios, todos esos honores y todas esas admiraciones nada valdrían.
Pero si Él está contento de nosotros, si gusta de venir a visitarnos, para descansar
en nuestro corazón, si se complace en nosotros..., ¡oh!, entonces, todo está
ganado, y las cosas de este mundo, a su vez, ya nada valen.
Nuestra mayor sabiduría debería ser, pues, la de procurar agradar a Dios en todo,
siempre, por todas partes, cada vez más, de tal modo que fuera cautivado por el
encanto de nuestra alma. ¿Cómo lo haremos? San Pablo nos lo dice, o al menos
nos indica uno de los medios indispensables: «Sin la fe es imposible agradar a
Dios».
Cuando queremos emprender la conquista de Dios, tenemos que empezar por ahí.
La fe es la adhesión firme de nuestra mente a la palabra de Dios. Por la fe
sometemos nuestra mente, nuestro corazón, nuestra voluntad. Proclamamos que
Dios es la Verdad misma, que es verídico e infalible, y eso le agrada. Le
honramos. Un maestro se alegra de que sus discípulos le crean, incluso cuando no
entienden lo que dice. Un padre se siente contento de que sus hijos tengan
confianza en él. ¡Y qué enriquecimiento para nuestra inteligencia, qué comunión
en la verdadera Ciencia de Dios! ¡Él ve, nosotros creemos!
¡Qué incomparable fuerza es para nuestra voluntad saber que el más pequeño de
nuestros sufrimientos, que la más pequeña de nuestras oraciones no puede
perderse! Ved la diferencia entre un alma de fe mediocre y otra que cree en el
valor del silencio, en el poder del recogimiento, en la posibilidad de la unión
íntima con Dios, en un gran secreto, sin pretensiones, sin orgullo. En el primer
caso, nos arrastramos; en el segundo, volamos y nuestra alma llega a ser cada vez
más agradable a Dios, porque lo que le agrada no es nosotros escuchemos su
mandato sino que lo cumplamos. Si queremos agradar a Dios, seamos almas de
fe, de fe sencilla que nos penetre por entero. Juzguemos los acontecimientos a la
luz de la fe, lo mismo que las pruebas y que las alegrías. Toda flojedad en la vida
espiritual viene de la falta de espíritu de fe. Cuando se siente desaliento, cuando
se encuentra uno menos recogido, menos mortificado, menos generoso al servicio
de Dios, es que el espíritu de fe se ha debilitado. Recobrémoslo desde la base.
Perfeccionemos nuestro espíritu de fe. En lugar de dejamos conducir por la pura
razón y algunas veces por la sensibilidad, rectifiquemos por la fe las impresiones
de nuestra sensibilidad. Cuando esa luz que hiere con sus rayos las últimas fibras
de nuestro corazón nos haya hecho alcanzar la transformación completa, habrá
llegado el triunfo de la fe. La fe inspirada por la caridad nos modela a imagen y
semejanza de Jesús, hasta el punto de que Dios cree ver en nosotros a su Hijo.
Cuantos menos derechos tengo, más espero. No merezco nada, por eso lo espero
todo. Porque Tú, Dios mío, eres bueno.
Nuestra verdadera dicha está escondida en lo que Dios nos da que hacer o que
sufrir en el momento actual; buscarla en otra parte es condenarse a no encontrarla
nunca.
En cuanto a vosotros, tomad las cosas en el punto en que están sin volveos atrás.
Dejad el pasado al pasado. Id derechos al deber presente.
«Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman. Amad, pues,
a Dios, o al menos tened un sincero deseo de amarlo; eso basta. Conservad la paz.
Nada podemos más que bajo la dependencia de Dios. Nuestra dicha y nuestra
grandeza consisten en tenerlo todo de Él. Yo le digo a menudo mi alegría de no
tener ningún derecho sobre Él, pues si lo tuviera, no le debería tanto a su
misericordia. Me encanta pensar que no me debe nada. Si yo tuviera algún
derecho, no podría ser tan audaz, no estaría tranquilo.
Pedid a Santa Teresa del Niño Jesús el amor sencillo, confiado, generoso y que
sonríe a Dios. Es su gracia particular. ¡Qué espíritu de sacrificio y qué amor sin
consuelo sensible los suyos! Rogadle que os enseñe a amar a Dios confiados y en
total abandono a su dulce Voluntad de Padre.
San Francisco de Sales dice que para aprender a amar a Dios no hay más treta
que la de amarlo. Y en espera de amarlo hay que hacer «como si».
El amor del alma interior es un amor fiel. Su corazón pertenece sólo a Dios y
para siempre. Dios ruede esconderse, incluso puede parecer que la desdeña, que
la desprecia, que la rechaza, pero no por eso deja ella de amarlo. Porque Él sigue
siendo Dios y su Dios. Él es siempre digno de todo afecto y de todo amor. Y eso
le basta. Tal vez el alma sienta que el aguijón de una misteriosa inquietud la
penetra hasta lo más íntimo: « ¿Me ama mi Dios?» Pero no espera la respuesta
Pues cualquiera que sean las disposiciones de su Dios para ella, sabe que debe
amarlo, amarlo siempre, amarlo cada día más. Y eso sigue bastándole. Ama,
pues, y más que nunca. Lo que mejor señala la fidelidad de tu Esposa, ¡oh Dios
mío!, es la perfecta serenidad con la que permanece allí donde la pusiste y en el
estado interior en que quieres que esté. Sabe que Tú la quieres así; y no le hace
falta nada más. Seguirá estando donde está todo el tiempo que te plazca. Como la
paloma, no se mueve; espera. Y en esta solitaria espera canta su dulce cantar.
Cantar que siempre es el mismo. Unas pocas palabras, unas pocas notas; eso es
todo. ¡Pero cómo agrada a tu Corazón ese cántico de amor que nunca termina!
Sea cual sea la estación, haga el tiempo que haga, fuera o dentro, nada lo
interrumpe: «Te amo, Dios mío... ¡Tú eres el Dios de mi Corazón! Mi Dios y mi
Todo...»
MORAD EN CRISTO
Morad en Mí
Morad en Mí por el recuerdo y por la mirada de vuestra alma. Vivid en Mí.
Alimentaos de Mí. Procurad conocerme, no sólo desde fuera, sino desde dentro.
Leed hasta el fondo de mi Corazón. No os canséis de esta tarea. Que ella sea
vuestro único negocio, la ocupación total de vuestra vida. Persistid en ella como
fuente de toda luz, de toda energía, de toda alegría. Uníos fuertemente a Mí por el
amor.
Seréis así firmes y fuertes con mi firmeza y con mi fuerza. Nada podrá turbaros o
agitaros, sino superficialmente y, sobre todo, nada podrá separarnos, salvo el
pecado. Y cuando éste os amenace, apretaos más cerca de Mí con un amor más
generoso y más ardiente. Y lejos de perjudicaros, esa prueba no habrá hecho más
que fortalecer nuestra unión.
Y Yo en vosotros
Tu mirada, ¡oh Dios mío!, no es una mirada exterior al alma; es interior, íntima.
El alma tiene la impresión de ser penetrada por ella como desde dentro y hasta el
fondo. Esto es certísimo. Esa mirada eres Tú mismo, Dios mío, que vives en el
alma y que la iluminas a un mismo tiempo sobre Ti, sobre ella y sobre todas las
cosas. El alma tiene conciencia de esa iluminación interior. Se parece a un cristal
purísimo que, expuesto directamente al sol, fuese atravesado por sus rayos
luminosos, y que lo supiera. Pero ésa es una comparación muy débil. Porque el
alma es espíritu. Y Dios es espíritu. Y nada puede dar una idea exacta de lo que
sucede en el orden de la luz, cuando Dios invade el alma y la llena de sí mismo.
¡Él, que es la Verdad! ¡Dichosa el alma sin defecto y sin mancha a quien los
rayos divinos puedan iluminar plenamente! ¡Es tan dulce ver así a Dios en si
mismo!... Es ya un poco de cielo.
A LA SOMBRA DE LA EUCARISTÍA
El alma interior, dichosísima por ser amada tan profundamente por Cristo Jesús,
quiere testimoniarle a su vez el afecto que le profesa. Sabe que ahora Él habita en
el Tabernáculo. Y, atormentada de amor, se retira allí cada noche para adorar,
alabar, gemir, sufrir, orar y amar, muy cerca de Él, en el silencio del corazón.
Mientras el alma interior dialoga con Jesús, al pie del Tabernáculo, vuelve a su
mente el recuerdo de sus actos del día. Se pregunta si todo ha estado bien.
Vislumbra los defectos que se le escaparon en el momento de la acción. No dijo
bien aquella palabra, no hizo bien tal gestión, no aceptó de primera intención y
con alegría aquel sufrimiento o aquella contradicción. Se ve entonces carente de
gracia ante los ojos de su Amado Salvador. Lleva algunas manchitas en las
manos y en el rostro. Y ello le duele, sobre todo por Él, que merecía ser mejor
amado y mejor servido. Unas lágrimas de pesar le suben desde el corazón hasta
los ojos. Comprende que para reparar es menester amar mucho más. Y bajo el
aguijón del dolor, su amor por Jesús se aviva, es más fuerte y más ardiente que
nunca; su llama es purificadora. Y así como el fuego hace desaparecer las
menores huellas de orín, el ardor de la caridad borra también hasta las más
mínimas imperfecciones. El alma interior no ignora este proceso y se alegra de él.
Pues siente entonces que la paz perfecta vuelve otra vez a asentarse en el fondo
de si misma.
¿Qué hay de más dulce para el alma interior que la sombra de Jesús-Hostia? Es
allí donde desea sentarse la Esposa, y donde, por otra parte, la espera Él. Hay una
sombra espiritual de la Custodia, como también la hay del Tabernáculo. No todos
la ven ni todos se ocultan en ella. Pero quienes saben acogerse a ella, descansan
allí embelesados. Pues en silencio y en paz se alimentan con un fruto dulcísimo;
comen un pan sustancial, él mismo Cristo Jesús. Y poco a poco ellos mismos se
mudan en ese Divino alimento. Son metamorfoseados y se transforman en Jesús.
Sus apariencias siguen siendo las mismas o casi las mismas, pero lo que en ellos
hay de más íntimo y de más profundo se convierte en algo muy distinto. Es Él
quien piensa, habla y obra por ellos; es Él quien vive por ellos. ¿Puede haber
nada más dulce para el alma que verse así transformada en su Salvador gracias a
la sombra de la Hostia?
Es menester que nuestro corazón, que necesita ser fuerte, siga siendo dulce. Sed a
un tiempo dulces y fuertes: no se pueden dosificar matemáticamente fuerza y
dulzura, ternura y firmeza. Eso es todo un arte. La Santísima Virgen lo poseía.
Ella sabía que el amor se prueba por el sacrificio, por las obras, y que la mejor
prueba de amor que podemos dar a Dios y a las almas es nuestra propia
inmolación.
Y esta vida fue una vida totalmente escondida en Dios. Ella no vio más que a Él,
no quiso más que a Él. Su alma lo aspiraba y lo respiraba a cada instante. En el
fondo, no constituía más que un solo ser con Él. Qui adhaeret Domino, unus
spiritus est. Dios vivía en Ella. Ella vivía en Él. Todo eso fue verdad. Pero todo
eso estuvo oculto.
Hay Santos sobre la tierra, incluso en nuestros días, y Tú vives en ellos, ¡oh
Jesús!
Sus ojos son como tus ojos; su mirada como tu mirada; su corazón, como tu
Corazón. Es bueno encontrarse sobre el propio camino a otro que es como Tú
mismo. Se siente uno feliz con sólo verlo y con sólo hallarse cerca de Él. ¡Pero
qué decir de su intimidad! Habla poco. Escucha con gusto. Sobre todo, ama
mucho. Comprendemos, sentimos que es así. En su compañía experimentamos la
necesidad de callarnos, de recogernos y de hacer oración. No atrae hacia él sino
hacia Ti. Está allí, y casi le olvidamos, como él se olvida de si mismo. No sólo
hace pensar en Ti, sino que acerca a Ti, une a Ti. Ésa es su gracia. Parece que una
virtud misteriosa se escapa de su corazón, se apodera del nuestro y lo arrastra
hasta tu Divino Corazón. Empezamos a comprender lo que es amarte y qué dulce
es hacerlo en comunión con los Santos. Lo que causa también el encanto de la
mirada de los que te aman es su pureza y su arrebatadora sencillez. Es clara,
límpida, luminosa. Como no viene de la carne, la ignora. No sólo no la mira, sino
que no la ve. Nos percatamos de ello, y si verdaderamente tendemos a la
perfección, nos alegramos. Esa mirada hace bien. Se diría que comunica algo de
su pureza. Se siente uno elevado, ennoblecido, liberado y como espiritualizado.
De pronto se nos abren unos horizontes desconocidos. ¡Cómo transforma todo el
amor de Dios! ¡Oh! Ese amor, ¿quién nos lo dará? ¿Quién nos devolverá esa
verdadera libertad? ¡Con qué ardor la esperamos de tu bondad, Dios mío!
EL ESPÍRITU DE ORACIÓN
A solas con nuestro Dios decirle que le amamos: eso es la oración. De ahí deriva
esa clara visión de la inteligencia, que nada vale sin espíritu de oración, esa
inclinación constante de toda alma, corazón, inteligencia y voluntad, a dialogar
con Dios.
Todo debe de hablaros de Él, el grano de arena que pisáis, el arroyo que fluye, la
flor que se abre bajo vuestra mirada, el pájaro que trina, la estrella que brilla en el
firmamento por la noche, un sufrimiento, una alegría, una orden. Todo debe de
haceros pensar en Él, encaminaros hacia Él. Debéis verlo por todas partes. Tiene
todas las cosas en sus manos. Os tiene entre sus manos. Os envuelve por todas
partes, os penetra. Continúa la creación, os crea. Más que eso, habita, por la
gracia, en el fondo de vuestro corazón.
No se contenta con hacer de nosotros sus hijos, sino que vivir en intimidad con
nosotros. Está muy dentro de todos nosotros para que nuestro corazón pueda
amarlo como se ama a alguien que está verdaderamente presente. Y toda vuestra
ambición debe ser así, la de penetrar en lo íntimo de Dios por vuestra
inteligencia, para conocerlo no sólo en sus obras, sino en Sí mismo, al menos en
tanto en cuanto ello es posible, y permitirle que en el recogimiento y el silencio
os abra los ojos y os hable. Dejadlo que os instruya... ¡Oh, sí!, lo hace cuando
dice: «Yo soy la Riqueza, la Misericordia, la Sabiduría. Yo soy el Bien, la
Verdad, la Vida, la Belleza, la Bondad, el Amor. Yo soy Todo y, a la vez, somos
Tres para seguir siendo todo eso en la intimidad más perfecta y más profunda, sin
que nada nos distinga uno de otro, si no son las relaciones originarias que nos
constituyen.»
Dejad, pues, que vuestro corazón se dilate en el amor. El amor divino es una cosa
misteriosa. No podemos dárnoslo por nosotros mismos, pero Dios lo vierte en el
alma silenciosa, en el alma de oración. Sin duda que ese amor no siempre es
consciente y sentido, pero ¡qué real es! Y entonces quiere dirigirlo todo, invadirlo
todo; está presente siempre como un puntito rojo, como una chispa. Es ese
puntito de fuego del que habla San Juan de la Cruz que cae en el alma, la abrasa y
prende en ella un gran incendio.
Vosotros debéis emprender la busca de Dios, llamarlo, correr tras Él y decirle sin
cesar, de la mañana a la noche: « ¿Dónde estás, Dios mío? Entrégate a mí; yo te
deseo, te llamo, te busco, necesito de Ti. Tú no necesitas de mí para ser dichoso,
pero yo no lo soy sin Ti. Mi corazón ha sido hecho para Ti y vivirá en la
inquietud mientras no descanse en Ti. Sufre cuando se da cuenta de que no te
ama, de que no te posee por entero.» Ese es el espíritu de oración: un continuo
intercambio de conocimiento y de amor, un cara a cara, un diálogo de corazones.
¿Hay una vida más bella que ésta? Para eso os retiráis del mundo y se os impone
el silencio. Pues quien está distraído por los ruidos de fuera, no oye la voz
interior; es imposible.
Nosotros valemos, sobre todo y ante todo, por el corazón. «A la tarde (de la vida)
te examinarán en el amor». Dios nos preguntará cómo hemos empleado ese poder
de amar. Pues en definitiva, lo que nos clasifica no es la inteligencia, sino el
amor. Si durante toda nuestra existencia hemos procurado hacer flexible nuestro
corazón, llenarlo de mansedumbre y de comprensión, nuestro poder de amar
llegará a ser fuerte, vigoroso, capaz de llevar las más pesadas cruces.
Tratad de agradar a todos y en todo. Haced todos los pequeños servicios que
podáis.
Disminuid los defectos, reales o no, y agradad las cualidades. Llegaréis así a ver
con exactitud, es decir, como Dios. «Señor, haz que yo vea como Tú, para que
ame como Tú amas».
Poneos sobre los ojos los espejuelos de la caridad. No os importe que, a veces
haya un pequeño error objetivo; el daño nunca irá muy lejos.
Tratad de hallar siempre a los demás buenas intenciones. Más vale equivocarse
en este sentido que en el otro.
Toda comparación puede ser odiosa si obliga a sacrificar sus términos. No lo
hagáis. Poneos en el penúltimo lugar sin pensar en el puesto y el valor de los
demás.
No discutáis cuando sepáis que de ello no resultará ningún bien. Entendeos sobre
el terreno de la generosidad y de lo sobrenatural, Pequeñas concesiones pueden
hacer grandes bienes, sobre todo cuando se trata de almas que tienden a un gran
ideal sin verlo siempre del mismo modo. Dilatentur spatia caritatis (la caridad
ensancha los corazones) y los libera. Tratad de poner lógica en vuestro
pensamiento, luego en vuestra vida. En cuanto a ponerla en el pensamiento de
X... o de Y..., eso es cosa de Dios. Pedídselo y conservad la paz.
Los juicios caritativos son, muy a menudo, los más cercanos verdad. Lo mejor
sería no juzgar en absoluto, ni siquiera interiormente, o juzgar con una real
indulgencia.
Procurad ver la parte de verdad que hay en las afirmaciones de los demás antes
de hacer ninguna reserva. No hagáis más que las críticas y las observaciones que
cueste mucho hacer. Y aun entonces, aseguraos de que hay esperanza de fruto, al
menos en el porvenir, y si no, absteneos de momento.
Mientras haya alguien o algo entre el alma y Dios, la unión perfecta no será
posible. Y es la única que da la verdadera paz. A nosotros toca, pues, hacer el
vacío.
Salvo indicación contraria y precisa que venga de Dios, apartad, pues, de vuestro
pensamiento a toda criatura cuando dialoguéis con Jesús. Dios quiere
normalmente un alma «sola». Después de haber pedido por las almas que os estén
confiadas y hablado de ellas a Nuestro Señor, quedaos solitarios en la oración.
Encargad al Señor que pague vuestras deudas y luego proseguid. Es menester que
el recuerdo de X... no sea en vuestra alma un obstáculo para la Gracia. Pedid a
Jesús que os deje participar en el afecto que Él le tenga, de tal modo que el
vuestro venga únicamente de tal fuente, y todo irá bien. Y destruid sin temor todo
lo que sintáis que no viene de ahí.
Cuando Dios quiere hablar a un alma, la separa de todo, la hace entrar en una
soledad profunda, y luego pone en su inteligencia algo que ella ignora
completamente. De ese algo misterioso es de donde saldrá en su momento todo
conocimiento explícito, como una traducción a la lengua humana de las
realidades divinas. Traducción que no es arbitraria. Pues está controlada desde
dentro por ese algo que, siendo en si inaprensible, es, sin embargo, muy real.
Pero aún entonces lo mejor quedará todavía por decir.
EL DESEO DE LA PERFECCIÓN
El deseo de la perfección debe ser constante, pues sin ello no se suman nuestros
esfuerzos. En nuestra vida habrá paréntesis, vacíos y, acaso, algo peor. Cuando
un hombre que edifica una casa se detiene en su trabajo por falta de materiales o
de valor para continuarla, tal vez piensa que cuando tenga valor o materiales no
tendrá que hacer sino reanudar en el mismo punto su interrumpida construcción.
Nada de eso. Pues durante este tiempo habrán intervenido los agentes físicos: la
lluvia, el viento, la nieve, el hielo, el calor, el frío habrán ejercido su influencia.
La casa se desmoronará piedra a piedra, acabará por caer y hasta sus mismas
ruinas perecerán.
Pues así sucede en la vida espiritual, cuando un alma deja apagarse en su corazón
ese deseo de perfección: piensa que ha de poder recuperar sus ímpetus; pero no,
nada de eso, aquella alma desciende hacia el abismo.
El alma que de verdad quiere encontrar a Jesús, iluminada por el Espíritu Santo,
comprende que le importa mucho no perder el tiempo en vanas búsquedas. Los
menores retrasos constituyen para ella una desgracia o un martirio. Nunca es
demasiado pronto para hallar a Dios.
Podemos pedir la unión profunda con Dios, pero con una condición: la de que
sea oculta. Conviene que aspiremos a ella. En la unión con Dios hay varios
grados, varias etapas por recorrer. Pero hay que subir siempre. Podemos crecer
constantemente en esta intimidad. Los teólogos, aun los más severos, dicen que
un alma que ha recibido ya algunos valores místicos puede desear su
continuación.
¡Qué puede haber más perfecto que esta unión, puesto que la perfección consiste
en que cada cual vuelva a su principio para encontrar en él su acabamiento! ¡Qué
puede haber más profundo, puesto que todo sucede en lo más intimo del alma en
ese santuario interior en donde habita Dios! ¡Qué puede haber más puro, puesto
que esa unión supone la armonía, el alejamiento de todo cuanto difiere de quien
es la santidad misma y puesto que se realiza entre dos espíritus! ¡Qué puede
haber más precioso, puesto que por ella Dios se da al alma con todos sus tesoros!
¿Dónde hallar, pues, más luz, más calor, más energía, más paz, más alegría?
«Pero mi bien es estar apegado a Dios».
¿Pero cómo esperarte realmente? ¿Dónde estás? ¿Cuál es el camino que lleva
hasta Ti? Y te oigo responderme: « ¡Pero si estoy dentro de ti! Si quieres
encontrarme, ven adonde habito y me daré a ti.» « ¡Que Tú estás en el interior, en
lo más íntimo de mi alma! ¡Si yo pudiera acabar de comprender esas pocas
palabras! ¡Si supiera separarme de todo, abandonarme a mí mismo, para
adelantarme luego hacia Ti, acercarme a Ti y llegar al menos hasta la puerta de tu
santuario, oh dulce Trinidad!»
Sí, sólo Tú, Dios mío, eres el que empiezas, continúas y acabas esta hermosa
labor. Sin duda que pides el consentimiento y, cuando ha lugar el concurso del
alma. Pero eres Tú quien primero le enseñas que posee en el fondo de sí misma
esa perla preciosa, ese tesoro oculto del Evangelio. Pues ella ignoraba su
verdadera riqueza.
Ella no buscaba la verdadera dicha allí donde está. Vivía sobre todo en el exterior
y del exterior. No vivía en el interior y del interior porque verdaderamente no
sabía. « ¡Si conocieras el don de Dios!» Pero poco a poco le has instruido e
iluminado. Y ha empezado a comprender. Sus ojos, atónitos y embelesados, se
han abierto. Unos horizontes totalmente nuevos, infinitos, le han aparecido con
dulce y agradable luz. Y no es que esta luz, al menos lo más a menudo, se
proyecte sobre otras realidades que no sean las de la fe, sino que casi hace ver y
coger estas realidades. Tú, Dios mío, ya no eres para el alma un ser lejano,
confusamente entrevisto, abstractamente pensado, sino el Dios vivo y presente, la
Verdad, la Belleza, la Bondad perfecta y concreta, ka nunca Realidad que merece
verdaderamente este Nombre. El alma comprende entonces de un modo práctico
que Tú eres su Todo, que no hay nada para ella fuera de Ti y que la verdadera
riqueza es la de poseerte. Y entonces te desea con un deseo ardiente, imperioso,
que le asombra, le aterra y le encanta a un tiempo.
PRESENCIAS Y AUSENCIAS DE DIOS
Sí, Dios obra de ese modo. Viene y luego se va para que lo busquemos de nuevo.
¡Oh, cuándo acabaréis de comprender que hemos de buscarlo por Él sólo y no por
el gozo que da su presencia!
Tenemos que recibir las gracias de Dios sin demasiado entusiasmo natural para
no sentirnos demasiado abatidos cuando la gracia sensible disminuya. Conservad
siempre una gran calma. Dios no actúa sino en la calma.
Cuando Jesús se esconde, nos tenemos que poner a buscarlo con todo nuestr0
corazón. No podemos vivir sin Él. Sin embargo, no podemos poseerlo siempre.
Tenemos, pues, que buscarlo, pero que buscarlo sin tregua.
Vuestro sufrimiento viene de que no veis. Haced con frecuencia esta oración del
ciego: «Señor. Haz que vea»». Entonces, por no sabemos qué medio, una
advertencia sobre vuestros defectos, una lectura o una palabra de Dios os
iluminará y os dará la luz que buscáis.
Para amar a Dios, para amar a las almas como conviene, nos hace falta un
corazón puro, desinteresado. Pureza de los sentidos, pureza del espíritu y de la
intención: ésas son las dos condiciones y también los dos frutos de la verdadera
dilección.
Pero puesto que el orden ha sido turbado, la primera tarea que se impone es la de
restablecerlo. Puesto que nuestros sentidos buscan su satisfacción
independientemente de la razón y a menudo contra ella, hay que disciplinarlos
por un esfuerzo paciente y perseverante. Son servidores, no dueños. Tienen que
informar, que ejecutar, y no les toca mandar y menos todavía turbar. Todas las
veces que se descarrían fuera del camino recto, hemos de volverlos a él, de grado
o por fuerza. Y el mejor medio de domeñarlos consiste en privarlos. Al principio
murmuran, gruñen, incluso procuran amotinarse. Pero si la voluntad se mantiene
firme, concluye con su insubordinación. Poco a poco se callan y acaban por
obedecer. A cambio, y de vez en cuando, la voluntad deja que llegue hasta ellos,
en la medida de lo posible, un poco de esa felicidad con que el amor divino la
embriaga; y eso es para los sentidos un paladeo anticipado de los purísimos goces
que el Cielo les reserva después de la Resurrección.
Pero la Gracia prosigue su obra; va ésta del exterior al interior, de los sentidos a
la memoria, y sobre todo a la imaginación. La lucha se hace más dura; también
más larga. El enemigo que hemos de vencer es de una agilidad y de una
movilidad increíbles. En el momento en que creemos tenerlo por fin dominado,
se nos escapa de las manos. Y, sin embargo, es de máxima importancia someterlo
al régimen del amor. Corresponde, en particular, a la imaginación el cometido de
aportar como a pie de obra a nuestro espíritu los materiales de donde ha de sacar
éste todas sus construcciones. A su vez, el espíritu la utilizará para dar relieve,
color y vida a sus pensamientos, a sus deseos, a sus voliciones. Sus órdenes pasan
a través de ella, y es ella la que pone en movimiento todas las facultades de
ejecución.
Nunca se dirá lo bastante cuánto importa al alma que quiere servir a Dios, tanto
interior como exteriormente, el disciplinar a esta preciosa, pero terrible potencia
mortificándola.
Cuando la sensibilidad ha quedado así bien sometida a las órdenes del amor de
Dios, todavía no se ha dicho, sin embargo, la última palabra de su obra
purificadora. La labor más necesaria no se ha hecho aún, o al menos no está
acabada. Pues el desorden entró en el hombre y se instaló en él por las facultades
superiores. Será preciso, pues, que la Gracia vuelva a subir hasta esas alturas,
penetre hasta esas profundidades, para reparar lo que el pecado destruyera, y para
restablecer en una armonía suficiente lo que dividiera y enfrentase. En lugar de
convertirse en la medida de las cosas, la inteligencia tendrá que adaptarse a la
suya. Deberá ingresar en la escuela de las realidades salidas de las manos divinas
y en la de las mentes más dóciles y más penetrantes que en el transcurso de los
siglos estudiaron aquéllas y se esforzaron por verlas tales y como las ve Dios que
las creó, es decir, como desde dentro. Deberá sobre todo, someterse a tu propia
escuela, Dios mío, que eres la eterna Verdad.
El ideal seria, pues, que pudiéramos entrar en tu escuela, que nos convirtiésemos
en tus discípulos directos, ya que Tú estás dispuesto a. convertirte en nuestro
Maestro. Pero entonces es cuando se nos impone la rigurosa purificación de
nuestras facultades superiores, desde el mismo fondo de nuestra alma. Porque Tú,
Dios mío, eres puro espíritu, y espíritu de santidad. Y para ser admitido en tu
escuela, para escucharte, para comprenderte, para gustarte, es preciso ser
puramente espíritu. Sólo que nuestra alma, hundida desde hace tanto tiempo en la
materia, se halla ya como revestida de todas sus formas. Ya no sabe comprender
y gustar sino lo que está en el orden de las cosas que caen bajo los sentidos. Y de
tanto vivir en lo sensible ha olvidado su vida propia, que es la vida de un espíritu.
Es necesario, pues, que tu amor penetre en ella para purificarla y aun osaríamos
decir que para refundirla. Tarea dura, y transformación dolorosa, pero muy
necesaria.
Tú, Dios mío, apartas al alma progresivamente de todo lo que no eres Tú. A su
alrededor y en ella misma se hace el vacío. Nada que no seas Tú le dice ya nada.
Sus mismos ejercicios de piedad carecen para ella de todo encanto. Ya no le
alimentan. Al advertirlo se llena de inquietud. Sin embargo, y a pesar de
realizarlos con escasa satisfacción y poco éxito, no los abandona, pues son para
ella un motivo de pensar en Ti y de aproximarse a Ti. Ahora bien, pensar en Ti,
acercarse a Ti constituye para el alma una dolorosa y deliciosa necesidad. Desde
dentro, Tú ejerces sobre ella una misteriosa atracción de la que se da cuenta
vagamente y que ya no le permite dedicarse a sus rezos y a su oración como
solía. Ello es debido a que tu amor la envuelve dulcemente y la sitúa en ese
descanso que es totalmente nuevo para ella. ¡Qué feliz es, entonces, a pesar de su
turbación! Querría poderse quedar siempre bajo ese misterioso encanto, ni cuyo
origen ni cuya naturaleza acaba de entender. Diría muy gustosa: « ¡Señor, qué
bien estamos aquí!»; y por eso cuando cesa el encanto, su mayor deseo es volver
a disfrutarlo. Pero Tú no sueles satisfacer inmediatamente ese deseo. Con todo, si
el alma sabe mantenerse en la soledad interior, no tardarás en visitarla.
Menudearás tus venidas, y cada vez te quedarás más tiempo. ¡Si pudieras
quedarte siempre! ¿Y por qué no? ¿Acaso no es ése tu deseo, Dios mío, y el fin
que persigues constantemente, a pesar de las incomprensiones y de las
resistencias más o menos conscientes del alma? Tú eres todo felicidad. Y querrías
que toda criatura que fuera capaz de ello comulgase lo más y lo antes posible en
esta beatitud tuya que eres Tú mismo. Esperar al fin de la vida es demasiado
esperar para tu amor. Y por eso invade tu amor poco a poco al alma fiel. Empieza
por apoderarse de la voluntad, potencia para amar, y luego de las demás
facultades, para unirlas a ellas, o al menos para no permitirles turbarla. Y si es
necesario a tus designios, llega a inmovilizar a. los mismos sentidos para que el
alma, por lo que hay en ella de más espiritual, pueda ser toda de tu amor.
Restablecerás la armonía más tarde, cuando hayas hecho la conquista total y
cuando Tú y ella seáis dos, pero en un solo espíritu y en un solo amor.
A quien no viera más que el efecto de estas duras tribulaciones, le parecería como
calcinada por ese fuego misterioso, ennegrecida, sin forma y sin belleza. Está
como desfigurada, deformada. Todos los pensamientos que poco a poco se
habían apoderado de su mente y la habían hablan moldeado a su imagen, todos
los afectos que se habían infiltrado en su corazón y lo habían hecho semejante a
su objeto, todos los recuerdos que impregnaban su memoria hasta el punto de
absorberla, todo eso ha desaparecido. Durante la prueba todo ha sido cortado,
arrancado, quemado. El alma ya no es la misma, y en este sentido es
irreconocible. Se ha afeado con esa fealdad que resulta de la privación de una
falsa belleza. Pero se ha embellecido con la verdadera belleza, con la que es una
participación en la Belleza de Dios. No se destruye sino lo que se sustituye. Y el
alma interior, despojada de cuanto formaba su aparente riqueza, ha empezado a
revestirse de la Belleza de Dios.
Para unir, el amor de Dios debe, ante todo, separar. Y aquí ya no se trata de
aflojar los vínculos que unían al alma con su cuerpo, sino de penetrar en el
mismo seno del alma para liberar allí lo que hay de más perfecto en ella: «el
espíritu», a fin de que la unión con Dios, que es Espíritu, pueda realizarse
plenamente. Sobrevienen entonces unas angustias dolorosas, deliciosas,
inexpresables. Es una vida nueva que se insinúa hasta las profundidades del alma
y que lo cambia todo en ella. El alma ya no se reconoce. Es otra, aunque siga
siendo ella misma. La impresión de muerte es tan viva, que grita pidiendo
socorro. Pero comprende que nadie puede venir en su auxilio. Le sería preciso el
Cielo, y todavía no ha llegado la hora.
¿Quién sabe si volverá a conocer nunca la alegría de los días felices? ¡Están tan
lejos, y, en cambio, el mal está allí, tan real, tan universal, tan tenaz y tan
profundo...! Cierto que en lo más íntimo de sí misma le queda una sorda
esperanza, pero es tan débil que apenas se atreve a creer en ella.
Aceptad ese estado que Dios ha querido para vosotros, entre cielo y tierra.
Renunciad cada vez más a las alegrías de este mundo y esperad en paz, confiados
e incluso con alegría las tan consoladoras visitas de Jesús Porque ése es el
Calvario. Esa, la ley rigurosa del progreso, Y ese el camino de la unión
verdadera.
Permaneced, pues, en él, cueste lo que cueste; no salgáis de él jamás, por ningún
pretexto. Esperad, esperad, amad, « ¿No era preciso que el Mesías padeciese
éstos y entrase en su gloria?» El discípulo no está por encima del Maestro. Puede
suceder que os sintáis muy lejos de Dios y que, sin embargo, os aproximéis
realmente a Él.
No, no estáis fuera de vuestro camino. Al revés. Marcháis por él, pero no lo veis.
No tenéis conciencia más que de la oscuridad y de la amargura. Pero Dios hace
su tarea. Su luz os ciega. Su dulzura os hace experimentar esa impresión de
cenizas y de hiel. Dios está dentro de vosotros y os fortifica. Creed eso sencilla y
humildemente. ¿Adónde os lleva? A Él. Sed pacientes. Ocultad vuestra prueba.
Si podéis, sonreíd al exterior, pero estad persuadidos de que nadie puede
intervenir. Dios está trabajando, hay que dejarle hacer su labor. Por lo demás,
nada le detendrá. Tan sólo vosotros podéis apresurarlo amando y diciendo:
«Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad.» Creed nuevamente que éste es
un proceso de amor. Os humilla, os purifica en el sentido espiritual y universal de
la palabra, os fortifica y os templa. Sufriréis tanto más cuanto fuera más
considerable la tarea por realizar y hubiera que hacerla más a fondo, pero todo
eso será para vuestra verdadera dicha. Seréis dichosos cuando ya no seáis
vosotros mismos y cuando todo se os haya cambiado. Es preciso orar, santificarse
y esperar.
No está bien que se analicen y detallen las propias pruebas. Vale mil veces más
concluir de una vez, orar y acudir directa e inmediatamente a Dios. Tenemos que
volvernos francamente hacia Dios y darnos a Él totalmente a pesar de la
repugnancia de la naturaleza.
Parece que no hay Santo canonizado en quien no se haya reconocido esta acción
mística de Dios. Podemos desear la acción directa de los dones del Espíritu
Santo, en el sentido de que obligan al alma al máximo ejercicio de la caridad.
Muchos autores previenen, con razón, contra lo sensible en los consuelos
espirituales, pero no han de incluirse en esta desconfianza los consuelos
superiores con tal de que no nos adhiramos a ellos.
Cabe vivir habitualmente en presencia de Dios sin que los dones del Espíritu
Santo se muevan conscientemente como tales y sin que sea necesario que
tengamos unas luces especiales de las cuales nos demos cuenta.
Pero también la inversa puede ser verdadera. Yo diría entonces que cabe ser
contemplativo sin ser muy virtuoso y que cabe ser virtuoso sin ser todavía
contemplativo. ¡Depende de tantas cosas! ... De las facultades alcanzadas por la
acción de Dios, de la réplica del temperamento, del carácter, de la voluntad…
Me parece, Dios mío, que más de una vez le plugo ya a tu amor hablar a mi alma.
Sucedía por lo común en la hora en que menos pensaba yo en Ti. De repente, en
lo más profundo de mi corazón, oía yo espiritualmente que una voz dulce y
fuerte, precisa y penetrante, me decía una palabra, sí, a veces una sola. Y mi
alma, sorprendida, inquieta y dichosa a un tiempo, se sentía transformar, al ser o
cumplir lo que aquella palabra le indicaba: «Ama, escucha; cállate, sígueme;
busca en el fondo de ti, ten confianza; Yo soy Padre, también lo serás tú; date a
Mi y Yo me daré a ti, escóndete dentro de Mi, y dame a manos llenas a las
almas.»
¡Oh palabra de mi Dios, qué dulce eres para el corazón amante! ¡Qué fuerte eres
también! Tú realizas lo que significas. ¡Tú beatificas!
ÉXTASIS Y ORACIÓN
Mientras no otorgas esta gracia al alma, por muy cerca que esté de Ti, se da
cuenta de que no está totalmente cogida por Ti. Siente como un malestar
espiritual, como una especie de inseguridad. No querría ser perturbada en su
dulce ocupación. Pero podría suceder que lo fuera. Lo teme. Y su temor es
fundado. No están todavía rotos todos los vínculos con lo que no eres Tú. Aún
mantiene cierta comunicación con este mundo sensible que nada puede darle y
que, por el contrario, podría volver a llamarla a él, ¡ay!, arrebatándola todo. Sin
duda ese temor es débil, sordo, casi inaprensible, pero existe. Hace sufrir, es una
traba. Verdaderamente el alma no puede elevarse para hablarte a sus anchas,
cuando siente dentro de si un deseo tan vivo de hacer1o.
Mientras que cuando te dignas desligaría por completo, aunque no sea más que
por un instante, ¡qué alegría al encontrarse a solas contigo, casi cara a cara, y al
pode decirte sin palabras todo lo que guarda para Ti en el corazón desde hace
tanto tiempo! Hace entonces como si Tú no supieras nada de ello. Te lo dice
todo. Se abre hasta el fondo. ¡Mira, Padre, todo es tuyo, todo es para Ti! Ya no
hay criaturas que puedan estorbar tu mirada y herir tu Corazón. Ya no hay ningún
obstáculo entre nosotros. Yo te hablo y Tú me escuchas. Yo te miro y Tú me
contemplas complacido. Nadie nos oye, nadie nos ve. Nadie sabe que yo estoy
aquí contigo, en Ti. Lo ven los ángeles…, lo ven los Santos… Pero ellos no
sabrán de nuestra intimidad más que lo que Tú quieras revelares. Además, que su
mirada no es indiscreta; por el contrario, se sienten dichosos de lo que ven. Y si
es necesario, excitarán mi alma para alabarte, para bendecirte, para amarte
todavía más.
¡Oh Dios mío!, puesto que la oración no es más que la explicación de un deseo,
no se te puede explicar bien nuestro deseo de amarte, no se puede orar bien más
que en éxtasis.
Si, Dios mío, que nuestro corazón se funda de amor por Ti. Que para ser más
libre de amarte sin trabas, deje nuestra alma su cuerpo y que se arroje en Ti como
en el foco del amor. ¡Que muera allí totalmente para no vivir ya más que en Ti y
por Ti, Oh amor, las palabras son demasiado pequeñas para contenerte, y por eso
las destrozas; son demasiado débiles para expresarte, y por eso las aplastas! Pero
es a mayor gloria suya, puesto que proclaman así por su misma impotencia tu
grandeza y tu fuerza.
Al principio de las más altas gracias de oración, Dios empieza por absorber toda
la actividad externa. Hay un trastrueque. Dios nos distrae de las criaturas y de
nuestras ocupaciones, como, por desgracia, nuestras ocupaciones y las criaturas
nos distraían habitualmente de Dios. Cuando el género de vida no permite este
estado de absorción Dios tiene compensaciones. Pero actúa así, al menos, durante
la oración. Por ejemplo, Santa Catalina de Ricci. Ni la Santa ni sus superiores se
daban cuenta de lo que sucedía en ella. Era aquello una completa ligadura.
Por fin, Dios, Dueño absoluto del alma, le devuelve la posesión completa y
perfecta de sus facultades, sin que ella abandone la unión divina. Se producen
entonces unas obras excelentes, sin proporción con las fuerzas humanas, como
las fundaciones de Santa Teresa y de la. Venerable María de la Encarnación.
El alma entregada totalmente a Dios y al servicio del prójimo vive a la vez y sin
esfuerzo en dos mundos diferentes.
Cuando en los casos de unión total hay éxtasis, ya no hay uso de los sentidos.
Pero no se confunda la levitación, la rigidez de los miembros, con el éxtasis. Pues
estos fenómenos no son necesarios. Puede haber un desasimiento casi completo
de los sentidos sin que los demás se percaten. Podría creerse en un
adormecimiento, pues la vida física está aminorada, los sentidos sólo tienen un
papel debilitado, amortiguado e incluso el vecino puede no darse cuenta de nada.
Pues Jesús tiene otras ovejas a las que ama y de las que se ocupa. Y ellas
constituyen su rebaño.
Pero Dios continúa ocultándose y pasan las horas. La esperanza persiste en
nuestro corazón. Puesto que Dios se oculta, ¿no tendremos que buscarlo? Y si
sigue ocultándose siempre, como es su derecho, ¿no será menester que lo
sigamos buscando siempre, como es nuestro deber?
El alma interior debe entonces, sobre todo, proclamar muy alto y sinceramente, a
pesar de que le cueste, el derecho de su Dios a entregarse cuando le plazca.
Todavía no ha mucho le bastaba con recogerse, con volverse hacia el fondo de sí
misma para encontrar allí a su Dios y para disfrutar en paz del gozo de su
presencia y de su posesión. Pero he aquí que ahora, por más que hace para volver
a ese fondo íntimo que es como el lugar de su descanso para encontrar en él a
«Aquel a quien su corazón ama», queda sola allí pues Dios así lo quiere.
¡Dolorosos momentos de la vida interior, en los cuales parece como si las gracias
de antaño no hubieran sido más que un relámpago que se extinguió en la noche y
que nunca más volverá a brillar ya! Si la fuerza divina no la sostuviera sin ella
saberlo; si la paz, una paz de fondo, no. le diera una cierta seguridad de que todo
está bien así, el alma interior abandonaría su búsqueda y se desalentaría. Pero no
hemos de hacer tal cosa, tenemos que perseverar siempre.
Y así comienza esa ardiente búsqueda. El alma interior espera encontrar a Aquel
a quien ama, antes que en ningún otro sitio, en el Cielo, puesto que Él vive allí. Y
lo escudriña todo. Lo recorre en todos los sentidos. Suplica a los ángeles y a los
Santos, sobre todo a la Santísima Virgen María, que le hagan descubrir a su Dios.
La escuchan con bondad. Se compadecen de ella. Le animan mucho a que
persevere. Pero parece como si hubieran dado una consigna a todos sus amigos
de la Ciudad celeste: «Callarse.» Su silencio es como un velo que envuelve y
recubre al Santo de los Santos. El alma comprende que, a pesar de su vivo deseo
y de su insistencia, ese velo no se levantará. Tú, Dios mío, eres un Dios oculto.
Sólo Tú puedes hacer la luz en las tinieblas y mostrarte al alma que te ama.
¿Cuándo lo harás?
E1 alma se vuelve entonces hacia las ánimas del Purgatorio. Tal vez le dirán ellas
dónde se halla su Dios y cómo tiene que ingeniárselas para descubrirlo. Pero ¡ay!,
que tampoco es más afortunada. «El mal de que padeces -le responden estas
almas- es el mismo que nosotras sufrimos. No nos preocuparía el fuego que nos
atormenta si poseyéramos a Aquel a quien nosotras amamos también tanto. Lo
que aumenta nuestra pena, como aumenta la tuya, es que no sabemos cuándo ese
Dios, tan justo y tan bueno hasta en sus rigores, se dignará entregársenos por fin.
Nos parece que nuestro «mal de amor» no curará nunca ¡Pobre alma!, te diriges a
quien es más desdichada que tú. Si tu Esposo se digna devolverte la alegría de su
dulce presencia, acuérdate de nosotras y dile que venga a buscarnos cuanto
antes.»
Es menester, pues que volvamos a esta tierra y que llamemos a la puerta de esas
almas que sabemos están cerca de Dios. Por lo común, también ellas se esconden.
Ocultan sobre todo cuidadosamente el secreto de su vida. Sin embargo, las
barruntamos. Las medio adivinamos. Y discretamente, por miedo a que se nos
cierren, las interrogamos: ¿Cómo haremos para descubrir el retiro de Dios?
¿Cómo atraeremos hacia nosotros a ese Dios tan bueno? ¿Cómo lo retendremos?
¿Cómo volveremos a llamarlo si está alejado? Habrá ciertamente un arte de
agradarle y de conquistarle. ¿Conocéis a alguien que pudiera y quisiera
enseñármelo? ¡Deseo tanto aprenderlo, pagaría tan caro por saberlo! ¿Quién se
apiadará de mí? ¿Quién iluminará mi camino, quién me tenderá la mano, quién
me conducirá hasta su término? ¿Quién me permitirá encontrar por fin, un
Director?» Y todas esas preguntas quedan sin respuesta. Pues las mejores almas
son impotentes para proporcionarla mientras Dios no quiera hacerlo. Y el alma
desolada sigue repitiendo así el grito doloroso de su corazón: Busquéle y no le
hallé.
Dios quiere que el alma interior esté humildemente sometida, como un niño, a
quienes lo representan legítimamente sobre la tierra. Estaba esperando esta última
actuación para recompensarlas todas de un solo golpe. Por lo demás, le gusta
intervenir cuando toda esperanza parece perdida. Afirma así su independencia
absoluta. Quiere que sepamos bien que Él es libre de dar cuando le place y como
le place. El alma no lo ignora. Y deja así a su Dios el cuidado de concretar la hora
de la, recompensa. Entre tanto continúa su camino y prosigue su búsqueda. Y he
aquí que su ardiente deseo es atendido. De repente se encuentra cara a cara, por
así decirlo, con su Dios. Y como antaño María Magdalena, se oye llamar por su
nombre. Y no puede decir más que esta sola frase: « ¡Dios mío!»
¡Qué alegría, Dios mío, para un alma que te ha buscado durante tanto tiempo y
tan dolorosamente, la de encontrarte por fin! Si reflexionase, apenas se atrevería a
creer en su dicha. Pero no reflexiona. Tu presencia paraliza, en cierto modo, su
pensamiento. Tú estás ahí. Sus ojos interiores se clavan en Ti. Ya no ven más que
a Ti. Están totalmente cautivados. No pueden desligarse de Ti. ¡Es tan bueno, es
tan beneficioso, es tan dulce el contemplarte, oh Dios mío, oh «Belleza siempre
antigua y siempre nueva!». Además que verte, aun de esa manera imperfecta y
velada que permite nuestro destierro, ¿no es ya poseerte? Eso es lo que
experimenta, el alma bienaventurada ante la cual te dignas aparecer. Le parece
verdaderamente que lo que ve así lo tiene ya y que realmente toma posesión de
ello. Y eso no es una ilusión de su corazón.
Llega, por fin, un momento en el que este sufrimiento es intolerable. Acaba por
explotar. El alma gime, llora. Clama en alta voz su pena. Le parece que abriendo
así su corazón vendrá de fuera un poco de aire fresco para templar el fuego de su
amor. Pero todos esos esfuerzos no hacen más que agravar su afortunado mal.
Comprende más claramente que nunca que sólo Aquel que causó su herida puede
también curarla., Pues el alma tiene hambre y Él es su alimento. Tiene sed, y Él
es su bebida refrescante. Es pobre, y Él es su riqueza. Está triste, y Él es su
consuelo y su alegría. Agoniza, y Él es su amor y su vida:
A mi juicio, lo que hace tan largos y tan aterradores los sufrimientos del
Purgatorio son las ataduras conscientes, las infidelidades directa o indirectamente
voluntarias, las resistencias, todo lo que hay de falta de conformidad entre nuestra
voluntad depravada y la de Dios.
En las almas que han logrado elevarse hasta un grado de unión mística
suficientemente alto, el desasimiento de todo lo creado puede hacerse sobre la
tierra con una impresión crucificante muy dolorosa por dos razones:
En primer lugar, por muy purificada que nos parezca un alma, puede tener
todavía a los ojos de Dios y a los suyos propios algunos vínculos que la retengan
y a los cuales haya de renunciar a toda costa. Los sabios modernos nos hablan de
que en cada centímetro cúbico de agua existen de siete a ocho mil millones de
microbios que, sin embargo, no vemos en ella. Pues en lo espiritual sucede lo
mismo, que tampoco vemos esos átomos que, a los ojos de la santidad de Dios,
parecen montañas, y lo son en realidad. «Porque tanto me da que un ave esté
asida a un hilo delgado que a uno grueso; porque aunque sea delgado, tan asida se
estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar» Pruebas que
son como la traducción a lengua humana, al sufrimiento humano, del horror que
tiene Dios por el menor pecado.
¿Qué importa el camino que conduce hasta Ti, Dios mío, con tal de que llegue a
Ti? ¿No es acaso el más corto y más seguro el del sufrimiento? ¿Hay un punto
del mundo que esté más cerca del cielo que el Calvario? Y si para entrar en tu
gloria te fue preciso sufrir, ¡oh Jesús!, ¿cómo podemos nosotros esperar llegar a
ella por otro camino? ¡Pero qué importa!, una vez más, en el fondo. Acercarse a
Ti, Dios mío, unirse a Ti, ser admitido en tu intimidad; todo está ahí y sólo ahí
está todo. Pues un solo momento de vida divina hace olvidarlo todo, ése es el
céntuplo que prometiste Dios mío, y que nos das ya desde este mundo. Déjame
decirte mi alegría, mi dicha, mi embriaguez, por sentirme en Ti, por sentirte en
mí. Tú no me debes nada. Digo, sí, castigos. Y Tú me lo das todo. Lo sé, lo
siento, lo capto, lo saboreo.
El invierno es la estación de las tinieblas y del frío. Las noches son largas, los
días son pálidos. Ya no hay hojas, ni flores, ni frutos. Los pajarillos se callan.
Todo está aletargado, todo parece muerto. También el alma interior ha tenido su
invierno. Ha conocido los oscurecimientos del espíritu, los letargos del corazón,
esas horas en las que todo estaba frío, en las que todo parecía muerto en ella. Ya
no había luz, ni calor, ni vida. Dios se ocultaba. El alma estaba sola en un
desierto sin camino, azotada por todos los vientos, sacudida por todas las
tempestades. Era la hora de los misteriosos abandonos; era la agonía; era el
calvario. Pero había que vivir esta hora para entrar en la gloria.
¡Pues el invierno acabó para siempre! ¡Y eres Tú, Dios mío, quien se digna
anunciárselo al alma! Y tu palabra no puede engañar. Tú eres la Verdad misma.
Por lo demás, el alma tiene capacidad bastante para comprobar lo que aquello
significa. Podrán sobrevenir- todavía algunos retornos de tinieblas y de frío, pues
la tierra no es el cielo; pero esos momentos de prueba serán poco numerosos y no
durarán. El invierno acabó. ¡Gracias, Dios mío! Que las almas pasen por esta
ruda estación es una necesidad que se impone a tu Sabiduría, pero que duele a tu
buen Corazón. Estás como impaciente por ver alejarse a. ese duro invierno. Y en
cuanto puedes, se lo ordenas. Te es entonces gratísimo anunciar Tú mismo a tu
hija que su prueba ha concluido y que los días hermosos no tardarán ya en venir.
Entre el invierno y la primavera media el periodo de las lluvias. Hace menos frío;
está menos oscuro. Los días alargan; de vez en cuando brillan algunos rayos de
sol. Pero, por lo común, cae una lluvia gris, monótona, persistente. Apenas se
puede salir. El horizonte está cerrado, muy cerca, como al alcance de la mano. En
lo espiritual, el alma interior conoce una estación muy semejante. En su espíritu
hay menos tinieblas; en su corazón, menos frío. De vez en cuando, le parece que
las cosas van a cambiar, y a mejor. Pero lo más a menudo, le envuelve un velo
gris. No ve muy lejos delante de ella. ¿Qué habrá detrás de esa cortina sin dibujos
y sin colores? Lo sospecha, pero no lo sabe. La espera es larga, monótona, un
poco fatigosa para la imaginación. El corazón permanece fiel e incluso lo es cada
vez más. Pero al alma le tarda salir de esta especie de prisión. ¡Cuándo vendrás,
Jesús!
Y Jesús viene. Anuncia al alma que la estación de las lluvias «ha cesado», que ha
desaparecido definitivamente. Y aduce en seguida la prueba: «Ya han brotado en
la tierra las flores». El alma, en efecto, no es ya esa tierra endurecida por los fríos
o empapada por las lluvias. Se parece al campo en primavera. Está cubierta de
flores. La campanilla, valerosa y llena de esperanza, ve brotar a su lado la
humilde, tímida y fragante violeta. Surgen luego el meditabundo pensamiento, y
el gracioso clavel que vuelve su cabeza, un poco pesada, hacia el sol, como una
imagen del alma, rebosante de vida interior y dispuesta a abrirse. Aparecen
después el purísimo lirio y, por fin, la rosa primaveral de la caridad. Las flores de
las virtudes se muestran en el alma por todos los lados. Forman para ella un
aderezo incomparable. Es éste uno de los más bellos espectáculos que existen en
el mundo. La primavera de un alma interior es algo arrobador.
En este momento de la vida espiritual, los ojos del alma se abren sobre el mundo.
Ve la tierra tachonada de almas en flor. Lo que ella es ahora, lo son también
otras. Lo que del trabajo divino capta en si misma lo contempla gozosa en otras
almas. Está asombrada, arrobada por tan hermoso espectáculo. Todo lo demás
desaparece a sus ojos; ya no ve más que eso. Luego, a medida que las virtudes
van desarrollándose en ella, sus ojos se abren más, su mirada se hace más
penetrante. Observa mucho mejor la variedad de las formas, la riqueza de los
matices y la armonía de los colores. Se ha desarrollado en ella un tacto
misterioso. Una pequeñez le basta para adivinar en dónde está la obra de Dios en
tal o cual alma. Le parece también que está armada de un sentido nuevo para
captar los aromas espirituales, que son tan variados como las virtudes y como las
almas. Pues para ella, verdaderamente, hay flores del cielo sobre la tierra.
Para animar al alma interior a seguirle, el Esposo le hace observar todavía que el
arrullo de la tórtola se deja oír. No hubiera ésta abandonado sus cuarteles de
invierno si no hubiera venido la primavera. Uno y otra obedecen a una misma
ley. El canto de la tórtola tiene algo dulce, apacible, constante, gratamente
monótono. Diríamos que es la voz de un afecto seguro de sí mismo, que para
gustarse no tiene necesidad sino de repetirse sin brillo, casi sin ruido, pero
también sin pausa. En el fondo del alma interior hay una voz muy semejante.
Canta dulcemente y como muy bajo una melodía muy sencilla, que se contenta
con unas pocas notas a intervalos muy cercanos: « ¡Oh Amor, te amo! ¿Dios mío,
Tesoro mío, mi Todo, mi Amor!».
Del mismo modo que, según dicen, la piedra tiende por su peso hacia el centro de
la tierra y en él se precipitaría por si misma, como en el lugar de su definitivo
descanso, así también nuestra alma tiende hacia Ti, Dios mío, con todo el peso de
su amor. En ese movimiento que hacia Ti la lleva podemos considerar algunos
centros sucesivos, que son como jalones de etapa, o puntos provisionales de
descanso, desde los cuales el alma se lanza de nuevo hacia TI, Dios mío, con una
visión más clara de su fin, con un amor más impaciente y unos deseos más
avivados que dan a su marcha hacia adelante una aceleración misteriosa. Pero de
etapa en etapa, de morada en morada, de centro en centro, el alma llega por fin
hasta TI. Y entonces su movimiento se detiene. No tiene ya razón de ser, puesto
que el alma ha llegado al término de sus deseos y de su camino. Ha llegado a su
fin. Y entonces descansa en él, en la definitiva y apacible posesión de su Tesoro y
de su Todo.
INTIMIDAD
Cesa entonces la busca y empieza la posesión. Pues no ya en el orden del ser,
sino en el orden del conocimiento y del amor, el alma y Dios no constituyen ya
más que una sola unidad. Son dos naturalezas en un mismo espíritu y un mismo
amor. Sobreviene así una profunda intimidad, la comunión perfecta, la fusión sin
mezcla y sin promiscuidad. Estamos en Él y Él está en nosotros. Somos todo lo
que Él es. Tenemos todo lo que Él tiene. Lo conocemos, casi lo vemos. Lo
sentimos, lo saboreamos, lo gozamos, lo vivimos, morimos en Él Pues,
efectivamente, ésta sería la hora de la muerte, si Él no quisiera que siguiéramos
viviendo aquí abajo. Pero esa vida que vivimos tenemos que darla, y para eso
permanecemos. Pero cuando la obra divina haya concluido, caerá el último velo y
sobrevendrá la perfecta posesión de vida no terminada que se halla toda junta.
Lo que tenemos que repetir mucho, de tanto como asombra e, incluso, a primera
vista, desconcierta, es que esta posesión de Dios por el alma es lo más real que
hay en el mundo. Hay algunas almas que pueden decir con toda verdad: "Dios
está en mí". Y no hay en ello exageración ni ilusión alguna. Esa frase es la
expresión fiel de la realidad. Cierto que esta posesión de Dios tiene grados, y
muy diversos. Pero hay un fondo común a todos ellos, bien traducido por el
Cantar de los Cantares: "Mi Amado es mío". Antes, el alma interior deseaba a
Dios. Lo buscaba, lo escuchaba, lo entreveía; llegaba incluso a darse cuenta de
que estaba muy cerca de ella y de que ella estaba muy cerca de Él, allí, en el
fondo de sí misma. Pero entre buscar a Dios y luego encontrarlo y, sobre todo,
poseerlo, hay un abismo. Son cosas muy distintas, Y esa diferencia que entre
ambas existe, lo es todo.
Si Dios está en el alma, también el ama está en Dios. El alma se da, Dios la
acepta, se posesiona de ella y el alma interior se da cuenta de esa toma de
posesión. El alma no pierde su naturaleza ni su personalidad. Y, sin embargo, ya
no se pertenece. Ha cedido gustosa su derecho de propiedad, y otro lo ejerce en
su puesto. Y ese otro es el mismo Dios., Sólo que, lejos de empobrecerla, esa
donación la enriquece. El alma da unos frutos de los cuales no creía ser capaz.
Los saborea a sus anchas y juzga que tienen un delicioso gusto a eternidad. Pero,
por encima de todo, experimenta una sensación de liberación, de verdadera
libertad, que la extasía de gozo. Ésta es la libertad de los hijos de Dios. ¡Sufrimos
tanto al ser de nosotros mismos!… ¡Somos tan dichosos al no ser ya sino de
nuestro Dueño, de Dios!: Yo soy para mi Amado, y mi Amado es para mí.
Cuanto más se adueña Dios de mí, mayor posesión tomo yo de Él. Todas sus
riquezas son para mí. Participo de su Ciencia, de su Sabiduría, de su Poder, de su
Bondad. Nadie puede comprender esta misteriosa comunidad de bienes. Es una
especie de igualdad o, mejor aún, de unidad. El alma tiene la impresión,
clarísima, de ser divinizada. Está dentro de Dios, es Dios en el sentido en que
esto es posible para una pobre criatura. Y no contento con hacerla comulgar así
en su naturaleza y en su vida íntima, Dios le hace participar en ciertos momentos
en el gobierno del mundo. El consejo de la adorable Trinidad se celebra dentro de
ella, y el alma asiste a él, absorta de conmovida admiración.
"MATRIMONIO" ESPIRITUAL
Tú, Dios mío, creaste las almas a tu imagen, las hiciste semejantes a Ti. Luego
les comunicaste tu propia vida. Bajo las sombras de la fe creen ellas lo que Tú
ves; esperan lo que Tú posees; aman lo que Tú amas, es decir, a Ti mismo. Las
almas, gracias al principio sobrenatural de vida que Tú insertaste en lo más
profundo de ellas, pueden, pues, alcanzarte a Ti mismo en tu vida íntima,
comulgar verdaderamente en esa vida bienaventurada, decir a su manera tu
adorable Verbo, producir a su vez tu Espíritu de Amor. Y luego, bajo el impulso
dulcemente irresistible de ese Espíritu divino, las almas pueden refluir hacia Ti,
¡oh Padre, oh Hijo!, y reanudar constantemente, con un goce constantemente
renovado, ese delicioso y sosegado proceso. ¿Hay en el mundo nada más bello
que un alma que vive de tu vida, Dios mío?
Llega un momento en el que quieres que el alma que así la vive bajo las sombras
de la fe vea disiparse de repente esas sombras casi por entero. Una misteriosa
claridad la penetra por todas partes. Está totalmente iluminada dentro de sí por
ella sin que sepa bien cómo, sin que vea el foco de donde brota tan dulce luz.
Bajo la influencia de ese rayo de fuego el alma se ve a sí misma viviendo de tu
vida, comulgando en el conocimiento y en el amor que tienes de Ti mismo,
pronunciando el Verbo del Padre, exhalando el Espíritu de Amor del Padre y del
Hijo; ardiendo en la caridad del divino Espíritu, adorable Trinidad. Está más bella
que nunca. Pues todo es en ella, como en Ti, orden, poder, esplendor, armonía y
paz.
Pero para que el alma interior no pueda dudar de la realidad de su dicha, Jesús se
digna asegurársela por Sí mismo. Le habla. A veces se sirve de la lengua común
de su Esposa. Y entonces ésta oye claramente una voz que le dice dentro de ella
misma: «Voy, voy a mi jardín, Hermana mía, Esposa». Pero lo más a menudo,
Jesús le habla sin la ayuda de los sonidos. Con un lenguaje totalmente espiritual.
El alma comprende que algo se le descubre y qué es lo que se le descubre. Todo
sucede en la inteligencia pura. El alma es instruida sin ruido, sin cansancio, sin
esfuerzo. No tiene que hacer más que escuchar. Por lo demás, no puede dejar de
hacerlo. Pero la dulce obligación en que se encuentra de escuchar tan deliciosa
palabra es para ella un encanto más. El alma también es espíritu. ¿Por qué no iba
Dios a poder comunicar directamente su pensamiento a su Esposa, sin emplear la
mediación de los sentidos, incluso interiores?
En esta alma reina una profunda armonía. El Espíritu Santo, artista de hábiles
manos, la está modelando desde siempre. De la voluntad, suave como la arcilla y
firme como el oro, ha hecho Él un collar irreprochable que conserva
perfectamente unidas entre sí a todas las demás facultades. Las facultades
sensibles sirven a las facultades interiores y las obedecen. Éstas, por su parte,
están a las órdenes de esa voluntad a la que el amor divino ha penetrado hasta lo
más íntimo. Y todo ese mundo interior así ordenado tiene algo firme, gracioso y
fuerte que agrada a tus miradas, Dios mío; es como una participación de esa
armoniosa simplicidad tuya que fundamenta, me atrevería a decirlo, tus
innumerables e infinitas perfecciones. Nos basta entonces una palabra para
decirlo todo cuando te consideramos desde ese punto de vista: «Caridad.» Nos
basta también con esa misma palabra para decirlo todo cuando hablamos de tu
Esposa.
SU MODESTIA
Tu Esposa ama la paz. Sus preferencias la llevan hacia una vida muy sencilla.
Tiene gustos modestos. Las más humildes ocupaciones de la vida cotidiana no le
desagradan; antes al contrario. Se dedica a ellas gustosamente. Trabajar en
silencio su huerto; cuidar de que esté muy limpio y bien cultivado; fomentar las
pequeñas virtudes; interesarse por la brizna de hierba y por la flor que se abre y
se desarrolla, son cosas que le encantan. Pues, a su juicio, no hay que descuidar
nada cuando se trata de hacer más agradable el propio corazón al Corazón de
Dios, y de aumentar desde todos los puntos su semejanza con el de Jesús.
SU SOLTURA
Las sucesivas purificaciones han devuelto las facultades del alma interior al
estado de puras facultades de conocer, amar, querer e imaginar. Han quedado
descargadas de todas las formas creadas. Todo ha desaparecido de ellas. El fuego
del amor lo ha abrasado todo. Incluso los hábitos de pensar, de querer, etc., han
sido desarraigados, no sin grandes sufrimientos. Pero las facultades no han sido
destruidas por ese proceso realizado en sus profundidades; antes al contrario.
Están más ágiles, más fuertes, más aptas para el bien que nunca. Se parecen a las
facultades del primer hombre que salió de las manos del Creador. Ya se trate del
mundo natural o del mundo sobrenatural, de la acción o de la contemplación, las
facultades, perfectamente libres, perfectamente ágiles entre las manos de Dios,
operan con idéntica facilidad. Se mueven en esos dos mundos como sin esfuerzo.
Van del uno al otro con perfecta soltura, gracias al conocimiento que recibe el
alma de las relaciones que los unen. ¿Acaso no es Dios el Autor de esos dos
órdenes? Y como consecuencia de su íntima unión con Dios, ¿no ve el alma las
cosas un poco como Dios las ve, y no las quiere como Dios las quiere? Cuanto
más puras están las facultades del alma, más divinas son también, y más y mejor
se armonizan con las obras de Dios. De ahí esa perfecta soltura con que el alma
interior pasa de la contemplación a la acción y de la acción a la contemplación.
Se ha hecho en ella un gran vacío, luego una gran calma y, por fin, un gran
silencio. Duerme totalmente. Ya no oye nada, ni ve nada, ni piensa en nada
concreto. Sin embargo, vive, ama. Diríamos que ha retirado de si todo el vigor
que daba a sus facultades. Ha hecho que todo descanse. Pero es para mejor amar.
Concentra todas sus fuerzas en su corazón. Amar, solamente amar, amar cada vez
más es su único deseo y su única ocupación. Parece muerta y vive más
intensamente que nunca...
Antes estaba más o menos distraída de Dios merced a las cosas. Actualmente, por
el contrario, está distraída de las cosas por causa de Dios. Dios la ocupa
enteramente. Se ha adueñado de ella, en alma y, a veces, en cuerpo también.
Puede así decir el alma, y quienes se percatan de su estado pueden decirlo
también, que «ya no está aquí». Y es muy cierto. Pues «el alma más vive donde
ama que en el cuerpo donde anima» Y ahora, ama. Y ama a Dios. Luego está en
Él.
El alma interior ha sido verdaderamente conquistada por el Amor divino. Tal vez
la haya asediado durante mucho tiempo. Pero, por fin, se ha apoderado de ella.
Ha clavado en ella, con gritos de triunfo y de alegría, la, Cruz, que es su
estandarte. Y desde ese momento reina sobre ella como vencedor. Todo es allí
suyo: espíritu, corazón, sentidos y bienes. El alma interior, arrobada por haber
sido conquistada así por la divina caridad, canta la belleza, la fuerza y la gloria de
Dios. Había temido perder su libertad si le abría las puertas de su corazón. Pero
ahora comprende que la verdadera libertad consiste en hacerse esclava del Amor
divino. Creía que se le iba a quitar todo, y se da cuenta de que se le ha dado todo.
Pero el alma no ha sido solamente conquistada por el Amor, sino que es también
su presa. Vive en Él, pero también puede decirse que es consumida por Él y que
muere en Él. Un fuego interior la devora sin descanso, noche y día. Débil en su
origen, este fuego crece y se convierte en un inmenso incendio. Nada se le
escapa. Alcanza a todo, purifica todo, se alimenta de todo, lo transforma todo. Un
observador atento se daría cuenta de que en esta alma hay algo misterioso y
divino. ¡Cómo lograr, en efecto, esconder tan bien esta ardiente hoguera que no la
traicione ningún resplandor! Es casi imposible. Por lo demás, llega un momento
en que el mismo Dios acaba por permitir que ese incendio de amor estalle de
algún modo. Conquistada primero, y víctima luego de la caridad, el alma interior
se convierte así en el heraldo de Amor eterno. Lo predica, lo difunde. Poco
importa el medio ambiente en que transcurra su vida. Pues hasta en la más
profunda soledad su programa seguirá siendo el mismo; y cuando no pueda
hablar ni escribir, siempre y en todas partes podrá orar, sufrir, amar…
¡Qué puro es tu amor, Dios mío! Es el amor de un espíritu por otro espíritu.
Ignora lo que San Pablo llamaba la carne, y ella lo ignora también. No pertenece
a su mundo; está infinitamente por encima de ella. Más aún: le hace la guerra, y
una guerra despiadada. Para que pueda vivir, para que pueda desarrollarse a su
gusto en nosotros, es menester que la carne se doblegue, se vaya desecando poco
a poco y acaba por morir. De esa misteriosa pugna es nuestra alma a la vez teatro
y premio. ¡Feliz mil veces Aquella que, para unirse a Ti, no tuvo que padecer
esas crucificantes, pero necesarias purificaciones del amor!
¡Qué fuerte es también tu amor, Dios mío! Podemos apoyarnos sobre él con toda
seguridad, pues jamás se nos zafa. El alma que a Él se une llega a ser tan firme e
inmutable como Él. Puede sentir en sus facultades sensibles el inevitable flujo y
reflujo de las emociones, pero su fondo íntimo no es turbado por ellas. Descansa
sobre la tierra firme de tu amor. Si la tentación trata de inquietar su paz, el alma
interior no tiene que hacer sino adherirse más firmemente a tu amor, para
reducirla a la impotencia y para verla desaparecer. Tu amor es su refugio, su
fortaleza. Allí está en seguridad. Nadie podría alcanzarla. La protege por todos
los lados. La envuelve por todas partes. Es esa nube, luminosa y tenebrosa a un
tiempo, que la guía y la oculta. El alma se siente verdaderamente rodeada de una
influencia misteriosa que la robustece, la da confianza, la reconforta y la vivifica
deliciosamente.
¡Qué abundante es tu amor, Dios mío! Es un tesoro. Contiene todos los bienes. Es
inagotable. Todo me viene de él. Es el primer don totalmente gratuito y
totalmente gracioso. ¿Por qué me has querido, Dios mío? Únicamente porque has
querido y porque eres bueno. Al darme tu Corazón, me lo has dado todo. ¿No
eres Tú el poder infinito? ¿Y no está ese poder como al servicio de tu Amor?
LLAGA DE AMOR
El mal que padece y del que se queja tu Esposa es misteriosísimo. Pero Tú que lo
has causado, Dios mío, lo conoces bien… Empezaste por hacerle en el corazón
una heridita tan pequeña que apenas si el alma podía sentirla. Luego, poco a
poco, se ensanchó. Se hizo más profunda. El alma ya no fue sino una llaga que
nadie sabía curar, y a la que todo avivaba y hacía sufrir. El dolor que destilaba
esta llaga, por otra parte delicioso, llegó a ser intolerable. El alma gemía, se
quejaba, gritaba. Bien sabía ella que no había más que un remedio para su mal:
un amor más grande que la liberase de su cuerpo, la hiciera morir y la arrojase
por fin y para siempre en tus brazos. Por lo menos ella quena sentir junto a si a su
único Médico, que eras Tú, Dios mío. Pero Tú no heriste tan profundamente a
esta alma amadísima sino para llenarla de Ti mismo. Tú eres el alimento de la
llama que encendiste; aliméntala, pues; no puede vivir más que de Ti.
Todas las almas, Dios mío, deberían ser heridas por este misterioso mal. ¿No eres
Tú la Bondad perfecta y la Belleza infinita? Nuestro corazón, hecho por Ti, ¿no
está hecho para Ti? ¿Por qué, pues, hay tan pocas almas que te amen de veras?
Pero no hemos de volvernos contra Ti, Dios mío, sino contra nosotros mismos.
Pues Tú te mantienes a la puerta de nuestro corazón, y llamas a él de mil
maneras. Pero nosotros no oímos tu voz, pues hay en nosotros demasiado ruido.
O si la oímos, no nos decidimos a abrir y a darle para siempre y por completo
nuestra voluntad. En el fondo, nuestra alma está enferma, y de un mal que la
mata; el amor de si misma; cuando debería estar enferma de un mal que la haría
vivir en plenitud y para siempre: el mal de tu amor, Dios mío. ¡Señor cúranos del
mal humano! ¡Señor, enférmanos del bien divino y que esta enfermedad nos haga
morir!
Si el Amado tiene que hacer alguna confidencia, escoge ese momento. Y sin
ruido de palabras, casi sin que el alma se dé cuenta, le dice lo que quiere decirla.
Al volver a su vida ordinaria, el alma conserva un recuerdo general, impreciso,
pero muy real, de haber sido instruida por Él. Luego, en el momento oportuno,
esta enseñanza escondida en el fondo de sí misma se le aparece simplemente, sin
esfuerzo, con un carácter neto, preciso, firme, seguro y práctico que la asombra y
entusiasma. Bajo la influencia del Espíritu de Verdad y de Amor ha germinado la
misteriosa semilla y se abre dulcemente en el instante deseado. Y aunque el
Verbo divino se haya contentado con acercar a Él esta alma amada, como Él es
luz, el alma ha ganado luminosidad por participación. Al volver en medio de las
cosas, aquella, alma no las ve ya con los mismos ojos, no las aprecia ya del
mismo modo. Ha cambiado respecto a ellas y las cosas ya no le hablan la lengua
de antaño.
CONOCIMIENTO DIVINO
Dios se complace en hacer ver las cosas al alma interior como las ve Él mismo.
Revela sus secretos a sus amigos, y, por lo común, con tanta mayor claridad
cuanto más los ama. Lo primero que les enseña con precisión y claridad
absolutamente nuevas es el mundo de la naturaleza, sus bellezas, sus
perfecciones, la variedad de los elementos que lo componen y su perfecta
armonía en la unidad. Los cielos se convierten en un libro que les expone la
Sabiduría, el Poder y la Bondad de su Dios: Los cielos describen la gloria de
Dios (Ps 19, 1)
Pero lo que Dios quiere revelarle ante todo es a Él mismo. Sin duda que no caen
todos los velos de la fe; pero los que quedan no perturban las relaciones del alma
con su Dios. Trata el alma con Él como si lo viera, y con tanta mayor sencillez
cuanto que lo siente vivo en su corazón, lo saborea y lo posee. Esta posesión
consciente es en sí misma una especie de conocimiento cuasi-experimental de
Dios, como el que puede tenerse de un fruto que se viera de un modo borroso a
causa de debilidad de la mirada, pero que se saborease ampliamente. Las dos
fuentes de conocimiento de un solo y mismo objeto, al combinarse, dan al alma
un gozo pleno, verdadero, anticipo de la felicidad eterna.
Cuando un alma entra por primera vez en Dios, experimenta la impresión que
tendría una persona que penetrase de repente en una vasta habitación llena de los
tesoros más ricos y más variados. No captaría cada uno de ellos con detalle, sino
que tendría solamente una visión de conjunto. Pero esta visión le causaría un
gozo único, hecho en cierto modo de todos los goces que gustaría si le fuera dado
admirar cada uno de esos tesoros en particular. Tus atributos, Dios mío, son esos
tesoros. Al unirse a Ti, el alma interior los ve de una sola ojeada y los saborea
todos a la vez, porque Tú eres la riqueza y la simplicidad a un tiempo. Y la
impresión que produces en nuestro espíritu y en nuestro corazón participa de
ambas. Al encanto de este gozo, tan nuevo para el alma, se añade algo inagotable,
infinito, que se mezcla discreta y deliciosamente en él, como sello propio de los
goces verdaderamente divinos.
Poco a poco el alma se habitúa a vivir en esa celda interior. Habita en ella. La
convierte en su morada. Cuando tiene que dejarla, sufre; se siente incómoda,
como alguien que se encuentra fuera de su sitio. En cuanto puede vuelve a ella.
Pide humildemente a su Dios que al reciba de nuevo. Dios no siempre la atiende
inmediatamente. Entonces ella suplica, y espera confiada y en paz. Pero
permanece allí, como verdadera virgen fiel, atenta al menor sobresalto precursor
de la venida del Esposo. Llega un momento en que su Dios le hace entrar de
nuevo en Él. Nuevas luces, nuevos asombros; nuevos goces también, y mucho
más profundos; he ahí la recompensa de su fidelidad: "¡Muy bien, siervo bueno y
fiel…; entra en el gozo de tu señor!". (Mt. 25, 21)
El gusto general que experimenta el alma en su primer encuentro con Dios se
precisa y concreta poco a poco. Sucesivamente, cada uno de los divinos atributos
se deja conocer mejor y saborear más. El alma los participa más a fondo y de
modo más consciente. Acabamos por ser lo que amamos. Y en este caso, la cosa
es tanto más fácil cuanto que Dios habita realmente en el alma. Está como al
alcance de la mano. En cuanto se muestra, la voluntad se lanza hacia Él y se
adhiere a Él con todas sus fuerzas. Se produce entonces como una deificación
consciente del alma, ya general y confusa, ya más precisa y más clara en forma
de comunión en el Poder, en la Sabiduría, en la Bondad, en la Misericordia o en
algún atributo de Dios. Se hace también bajo forma de unión, ya con la Trinidad
íntegra, ya con alguna de las Tres adorables Personas.
Cada persona de la Santísima Trinidad (aunque esto suceda por una acción
común) se asimila el alma y se la asemeja para que pueda actuar del mismo modo
que aquella Persona y logre su dicha en esa acción.
Sus manos son fuertes como las de un obrero vigoroso, y flexibles como las de un
artista genial. Nada escapa a estas manos divinas. Nada se le resiste. Lo dirigen
todo, hombres y cosas, hacia donde les place. De esas manos salen maravillas,
que son como otras tantas piedras preciosas que las adornan. La Esposa se
percata de lo que ese Obrero divino realiza en ciertas almas, de las obras maestras
que sabe sacar del barro humano. El alma queda absorta de admiración ante todo
ello. ¿Pues qué puede haber más bello, Dios mío, que el espectáculo de tu Amor
en lucha con un alma? ¡Qué argucias, qué delicadezas y, a veces, es cierto, qué
golpes tan tremendos para desligarla de todo! ¡Qué paciencia para purificarla a
fondo, qué generosidad y qué arte para embellecerla, qué ardor para abrasarla,
qué aliento tan poderoso para levantarla por encima de todo, aún de ella misma,
para que pueda amarte sin medida y predicarte sin miedo! ¿Qué puede haber más
hermoso que un alma de Santo? ¿No es Dios quien la ha hecho lo que es por el
poder de su gracia? ¡Dichoso el que ve las manos de Dios trabajando en el
mundo!
Es hermoso ver cómo se transforman poco a poco las almas bajo la acción divina.
Son como otras tantas maravillas que salen de los dedos hábiles del Obrero
divino, como piedras preciosas destinadas a adornar la Jerusalén celestial, tan
numerosas, tan variadas en su forma como en su tonalidad y, por decirlo todo en
una palabra, tan arrebatadoras y tan bellas. Aquí abajo sólo conocemos algunas
de ellas, y, además, las conocemos mal. Para que se revele su belleza hace falta la
luz del cielo. Sólo allí podremos admirar toda su riqueza y la gracia de las manos
poderosas y ágiles de donde salieron.
Cuando me dejo distraer de Ti, Dios mío, me parece que abandono la región de la
luz para entrar en la de las tinieblas. ¡Hiere tanto los ojos todo lo que no eres Tú!
Para quien te ha entrevisto sólo una vez en tu inaccesible luz, ¡es ya todo tan
deforme y tan feo! Incluso las criaturas que más te reflejan resultan entonces casi
dolorosas de ver. ¡Ellas no son Tú, Dios mío! Y eres Tú lo que el alma quiere
contemplar cada vez mejor, cada vez más fija y más profundamente. La frase de
San Agustín 12 vuelve constantemente a nuestros labios!: «Belleza siempre
antigua y siempre nueva, te he conocido demasiado tarde, te he amado demasiado
tarde!»
Sí, Dios mío, Tú eres todo Bondad, todo Belleza, todo Gracia. Tú has hecho
muchas criaturas bellísimas y, sin embargo, su belleza no puede contar junto a la
tuya. Todo lo que hay de bello y de bueno viene únicamente de Ti. Y lo que das,
no lo pierdes, pues lo posees infinitamente.
¡Oh!, hazme comprender, a mi que quiero ser dichoso, que toda felicidad, que
toda alegría está en Ti. Si yo supiera ir a Ti, embriagarme con tu Belleza,
alimentarme con tu Bondad, regocijarme con tu Alegría, saborear sin fin y como
sin medida tu Felicidad! Porque todo eso es posible, todo eso es cierto, todo eso
es necesario: «Amarás...», y, por consiguiente, serás bueno con mi Bondad,
embellecerás con mi Belleza, te embriagarás con mi dicha. ¡Oh Dios mío, que sea
ahora, ahora, y siempre!
Cuando Dios hace entrar al alma en relación como inmediata con las realidades
espirituales, y sobre todo con Él mismo, sucede algo análogo a cuando se
perciben las propiedades sensibles de los cuerpos, los perfumes, por ejemplo. La
bondad de Dios tiene su aroma, como también tiene el suyo su dulzura, y lo
mismo sucede con los demás atributos divinos. Parece que todo sucede como si,
de hecho el alma poseyera un olfato espiritual armonizado por el Creador con los
seres del orden sobrenatural, y que le permitiera reconocerlo por su olor. Cuando
el alma quiere traducir al lenguaje humano lo que experimenta en su vida íntima
con Dios, no encuentra mejor comparación: «Las cosas divinas me hacen gustar
goces que son, para mi, en el orden espiritual, lo que en el orden sensible son los
goces del olfato penetrado por el perfume de las flores.»
EL ALMA EXULTA
Todavía aumenta el goce del alma por el descubrimiento de otras almas admitidas
como ella a participar del mismo modo en la felicidad de Dios. La dicha de estas
almas aumenta la suya. El mundo espiritual le ofrece un espectáculo grandioso y
encantador: el de las almas arrebatadas de amor por Jesús. Todos los corazones
puros que le conocen son ganados por Él. Ejerce sobre ellos una irremediable
atracción. Hay flores que siguen al sol en su carrera de Oriente a Occidente. Jesús
es el sol de las almas. Éstas se iluminan con su luz y se calientan con los rayos de
su amor. Las atrae, las eleva, en cierto modo, hacia Él. Lo siguen con mirada
afectuosa y constante. Lo aman mucho, sin límites. Cuanto más puras son, más se
adhieren a Él. Cuanto la tierra tiene de más noble, de más delicado, de más
generoso, le pertenece. Sí, Jesús, es literalmente cierto que los corazones puros te
aman con incomparable amor. Resulta dulce comprobarlo; es arrobador
contemplarlo.
EL ALMA CANTA
Hablar, y sobre todo cantar, es expresar en alta voz, sin temor, con felicidad, con
entusiasmo, aun los sentimientos más íntimos del corazón con respecto a Ti. Tú
tienes derecho, y pleno derecho, a esa manifestación sensible de la estima que el
alma te tiene y del afecto que por Ti siente. Por lo demás, esa ley se impone
imperiosamente al alma interior, al menos en ciertas horas... Pues si entonces le
fuera preciso callar su amor, se ahogaría. Es preciso que hable, es preciso que
cante, aunque esté sola. Verdad es que Tú estás siempre allí para escucharla, y
eso le basta. Su voz agrada a Dios, y una voz que agrada de ese modo puede
decirlo todo. Canta así con todo su ser. Diga lo que diga o haga lo que haga, todo
está en calma, todo está tranquilo, todo está en orden en esta alma; impone, sobre
todo, un sello de dulzura, de armonía y de paz que alegra a su Dios. Pues, para Él,
su voz es dulcísima y muy agradable.
¡Qué bien recompensada queda de sus esfuerzos el alma interior, Dios mío,
cuando te oye afirmarle que todo lo que dice, todo lo que hace, todo lo que sufre,
se convierte en una voz melodiosa que sube hasta Ti y que te encanta! Nada hay
ruidoso, duro e hiriente; pero nada tampoco amanerado, en esta voz que tanto te
agrada. Por el contrario, hay algo ágil y gracioso, firme y dulce, armonioso.
Cerraos a la tierra y abrid esa ventana de vuestra alma que da hacia el infinito.
Permaneced el mayor tiempo posible en esa misteriosa soledad frente a ese
horizonte ilimitado, aunque nada veáis todavía, y respirad a pleno pulmón el aire
divino.
¿Quién podrá decir, Dios mío, la profundidad y el poder de tal encanto? Nada se
le escapa. Invade todo el ser, osaríamos decir que hasta los tuétanos. Es una
divinización ab intra. Se diría que tu ser, que, sin embargo, no puede mezclarse a
nada, se convierte en el mismo ser del alma. Ésta comulga -o mejor, tal vez, es
comulgada- en tu plenitud. Es la dicha insondable, la paz, la alegría, la fuerza, la
seguridad, la luz, el calor, la vida. Es todo. Es más que todo. Está por encima de
todo. Te vemos desde dentro. Te poseemos. Te saboreamos. Somos Tú mismo.
Todo ello basta para morir. Y, sin embargo, no es más que una aurora, más que
un comienzo. El horizonte se dilata. Son perspectivas infinitas y seguras. El
presente da a manos llenas. Parece agotar el poder de dicha del alma. ¡Y, sin
embargo, el porvenir dará todavía más!
NADA GUSTA TANTO A DIOS COMO UN ALMA QUE SE IGNORA A
SÍ MISMA
Nada es tan dulce al corazón de tu Esposa, Dios mío, como oírte hacer el elogio
de su propia belleza. Y no por vanidad de su parte; no, en absoluto. Demasiado
bien sabe que todo lo que tiene lo tiene de Ti. Lo que le agrada es agradarte. Lo
que le encanta es encantarte a Ti. Toda alma que comprende lo que Tú eres no
debería tener otra ambición que ésa: atraer tus miradas y retenerlas por su
auténtica belleza.
Por lo demás, hay en tu voz un acento que no engaña. La emoción que sobrecoge
al alma hasta el fondo no puede tener otra causa que Tú. Sólo Tú puedes obrar en
ese centro interior. Sólo Tú puedes derramar allí una tal paz, una tal seguridad,
una tal beatitud. Por los frutos se conoce al árbol. Por la obra se conoce al obrero.
De tu Gracia, Dios mío, podemos decir que «es más bella que la belleza». Hay en
ella un encanto infinito. Cuando invade, pues, un alma, le comunica ese encanto
delicado, penetrante, delicioso, indefinible. Esa Gracia está hecha de dulzura, de
armonía, de agudeza, de claridad también, pero tamizada y como puntualizada.
En ella nada choca, nada sorprende, nada se impone a viva fuerza. Ejerce su
imperio sin permitir casi que se percate uno de ello. Envuelve en una atmósfera
de paz, de silencio y de santidad. Se la admira sin esfuerzo y sin cansancio. Hace
olvidarlo todo. Se hace olvidar a sí misma, para hacerse paladear mejor. Tiene
algo humilde, modesto, en su manera. Sí, la Gracia, tu Gracia, es «más bella que
la belleza».
Bien miradas las cosas, Dios mío, parece que esa alma privilegiada,
verdaderamente única, a la que llamas en el Cantar «mi paloma, mi inmaculada»,
que no excita los celos de ninguna alma, sino que, por el contrario, despierta la
admiración y la alabanza de todas, es la dulce y pura Virgen Maria, nuestra
Madre. Sólo a Ella se aplican tus magníficas palabras, sin restricción y sin
límites. Es tu Hija única, Padre adorado; es tu arrobadora Madre, Jesús, Hijo
único del Padre, convertido por Ella en nuestro Hermano para salvarnos; es tu
Santísima Esposa, Espíritu de Amor, a quien Ella debe el ser Madre sin dejar de
ser la Virgen de las Vírgenes. No hay pura criatura, ¡oh Santísima Trinidad!, que
te sea tan querida como ésa. Es tu única, tu divinamente preferida.
Después del Corazón de Jesús, no hay objeto más precioso de conocer ni más
dulce de contemplar que el Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen. Es un
abismo de perfección, de esplendor, de belleza, de gracia, imposible de describir.
El Corazón de María es la obra maestra del Espíritu Santo. Lo enriqueció con
todas las perfecciones, con todas las virtudes.
Durante las duras pruebas que ha tenido que soportar para conquistar tu amor,
duran te tus largas ausencias, ¡oh Jesús!, el alma interior no ha permanecido
inactiva. Con sus trabajos, y sobre todo con sus pensamientos, ha sabido
componer una miel dulcísima, de delicioso perfume. Ahora te la ofrece. Dígnate
aceptarla. Le parece a esta alma como si fuera comida, absorbida por Ti. Sin
embargo, no pierde lo que tiene ni la conciencia de lo que es. Y, a pesar de todo,
se convierte en tu misterioso alimento, toda ella íntegra, sustancia y actos. Se
convierte en Ti, sin que tengas Tú que adquirir nada, propiamente hablando. El
cambio se opera íntegro en ella. Es ella la que se ha convertido en Ti. "… al
contrario, tú te mudarás en mí." (San Agustín). Verdad es que sigue siendo
sustancialmente lo que es, y, sin embargo, ya no es la misma, Ve, piensa, ama,
obra como Tú, contigo, en Ti. Si no está transustanciada, está transformada.
¡Dichosa e inefable transformación!
Durante largos días, Dios se ha convertido en aliento del alma interior. Poco a
poco la ha transformado en si mismo. Pero llega un momento en que hallándola
transformada totalmente y, por decirlo así, a su gusto, se alimenta, a su vez, de
esta alma así divinizada. Antes, ella se sentía interiormente fortificada por un
alimento a la vez misterioso y delicioso. Gustaba, en el fondo de sí misma, una
gran felicidad, una felicidad suya propia, su felicidad. Le parecía incluso que
había alcanzado los límites de la beatitud posible en este mundo. Pero aquello no
era nada, lo comprende ahora. Una alegría totalmente nueva acaba de brotar en su
corazón. Se da cuenta de que ella es como tu propio alimento, Dios mío. Tu
felicidad se convierte en felicidad. Y está prendada, embriagada, fuera de sí
misma.
Ciertamente, el alma interior no ignora que ella nada puede añadir a tu dicha
infinita. Sin embargo todo sucede en esos benditos momentos como si ella te
hiciera verdaderamente dichoso. No sólo gusta el alma de su propio goce, sino
también de tu alegría, de la cual le parece ser ella la causa. Ninguna comparación
puede hacer comprender lo que puede ser una tal felicidad. Sería preciso corregir,
sublimar hasta el infinito la, de la madre más abnegada cuando alimenta con lo
mejor de sí misma a su hijo amadísimo y pone toda su felicidad en hacer dichosa
a esa querida criaturita que tan metida lleva en su corazón, y pensar en María,
Virgen y Madre. Y el gozo del alma interior no pasa. No se agota. Cuanto más da
ella a su Dios, más le da su Dios a ella. Él es la fuente inagotable del amor. A
medida que se va saciando, llena su corazón, y eso es lo que colma de gozo a su
Esposa.
Muchas almas aun piadosas, no comprenden los impulsos del alma interior, su
verdadero estado, lo que legítima sus actos. ¿Hemos de asombrarnos de ello?
¡Nada de eso! Para juzgarla con verdad sería menester poseer una ciencia muy
profundizada de los efectos misteriosos del Amor divino o sufrir uno mismo del
mal que ella padece. Eso es muy raro. Y el ideal, la unión de la ciencia
especulativa y del conocimiento experimental, personal, todavía lo es más. Un
San Juan de la Cruz, por ejemplo, no es dado al mundo, según parece, a cada
generación de hombres. Pero aunque lo fuera no se le podrían someter todas las
almas heridas por el mal del Amor divino. Tienen éstas que aceptar el ser más o
menos incomprendidas.
Es como si se planteara al alma interior esta pregunta: ¿Qué tiene tu Amado para
ti más que para los demás? Y el alma podría responder: «Yo no sé como veis
vosotros a mi Amado, pero yo ¡lo encuentro tan hermoso! Posee todas las
riquezas, es sabio, poderoso, bueno, afectuoso. Es delicado, es firme y fuerte. Y,
sin embargo, es dulce, más dulce que una madre. No, nada le falta. Cuanto más le
conozco, más arrobada estoy por la infinita profundidad de sus perfecciones. Y
todo eso lo posee en paz, en armonía, en orden. Es muy sencillo, no sólo en su
palabra y sus maneras, sino en Sí mismo. No me canso de contemplarlo y de
amarlo. Es la alegría de mis ojos y de mi corazón.»
Los signos del afecto de Dios revisten dos formas muy diferentes: tan pronto son
agradabilísimos y muy dulces, como son dolorosos y crucificantes. Dios exalta el
alma, y la rebaja. La colma, y luego la aplasta. Pero la une siempre. Sí; a pesar de
lo contrario de las apariencias, los contactos crucificantes unen profundamente. Y
no pensamos solamente en las pruebas purificadoras del alma, preludio obligado
de la unión: pensamos, sobre todo, en esos dolores redentores que experimenta
tan a menudo el alma que llega a la unión transformadora y perfecta. Hay allí una
comunión real con los sufrimientos de Jesús Crucificado. Hay, pues, unión, y
tanto más intensa cuanto más profundos son los dolores. ¿Cómo explicar este
misterio? Parece que San Pablo nos da la clave cuando dice: Estoy crucificado
con Cristo. ¡Qué unión en el sufrimiento y en el amor! El alma interior está
también verdaderamente clavada en la Cruz con Jesús, y por el mismo Dios,
según parece. Es que cuanto más querida es un alma a su Corazón de Padre, más
quiere que sea imagen viviente de su amado Hijo. De ahí el cuidado que pone en
mantenerla siempre sobre la Cruz. Le hace comprender de una manera
sobrecogedora que Él, el Amor, no es amado; que ella misma no le da todavía
todo el amor que podría darle. Le dice también que Él, que es la Verdad, no es
conocido y que ella misma no lo contempla lo bastante. Entonces el alma siente
que su corazón se deshace de dolor, y en ello hay un goce secreto inefable. Es el
gozo de la caridad terrenal, imperfecto sin duda si lo comparamos con el goce del
cielo, pero muy superior a todas las felicidades de la tierra. Sí, el sufrimiento bien
aceptado une a Dios. Diríamos que es una mano de hierro de la que primero
sentimos toda la dureza, pero que aprieta al alma cada vez más deliciosamente
sobre el Corazón de Dios. La amargura va disminuyendo sin cesar, el gozo va
siempre en aumento y la unión se hace más íntima a cada dolor mejor aceptado;
si no siempre es más sentida, al menos es siempre más perfecta y más profunda.
Es que para sufrir bien hay que amar mucho, y que en esas condiciones, y, por
otra parte, en igualdad de circunstancias, cuanto más y mejor se sufre, más y
mejor se ama. He ahí por qué el sufrimiento es un signo tan precioso del afecto
de Dios.
FECUNDIDAD DE LA CRUZ
He ahí por qué semejante alma atrae al Rey de Reyes y lo cautiva. ¡Se siente tan
dichoso al encontrarse en ella y al poder hacer que los hombres se beneficien por
ella de los frutos de su inmolación! Para Él es como la renovación de los goces
del Calvario, puesto que sus sufrimientos no pueden ser renovados. Y puesto que
esta alma comprende tan bien sus deseos y realiza tan bien sus voluntades, ¿por
qué Él, a su vez, no había de cumplir todos los deseos de su Esposa? Y eso es lo
que se produce. Dios pone a su disposición todos sus tesoros. El alma puede sacar
de ellos lo que quiera y distribuirlos a su arbitrio. A causa de la profunda armonía
que entre ambos existe, nunca hay que temer un conflicto en este
aprovechamiento. Si fuese necesario, Jesús sabría hacer comprender, desde
dentro, que tal empleo no responde a sus planes, y el alma, inmediatamente,
renunciaría a él sin pensar más. El alma es verdaderamente reina. Tiene todas las
cosas bajo su dominación; las gobierna, tiene la impresión de que participa en tu
monarquía universal, ¡oh Jesús!, y de que lo dirige todo contigo y por Ti al único
fin de todo: a la gloria de la adorable Trinidad. Desde ahora, nada la sobresalta,
nada la turba en su fondo. No solamente sabe y cree, sino que, en cierto modo, ve
cómo todas las cosas se mueven para tu gloria, Dios mío, y para el bien-de los
que te aman: "Dios hace concurrir todas las cosas para bien de los que le aman"
(Rom. 8, 28) incluso sus pecados, añade San Agustín.
El filósofo soñaba con encontrar por su pensamiento el orden del mundo para
contemplarlo; pero el alma unida a Ti, Dios mío, lo contempla sin esfuerzo y
desde mucho más arriba.
Toda alma que te quiere, Dios mío, es un alma fuerte, y su fuerza aumenta con su
amor. Cuando te ama con todo su corazón y cuando su corazón es grande, su
fuerza llega a ser una verdadera potencia. ¿Cómo sucede eso, Dios mío? Es que
el amor une a Ti. Cuanto más profundo es, más perfecta es la unión contigo. Pero
Tú eres el Dios fuerte. Todo ésta sometido a tu poder, el cielo y la tierra, los
ángeles y los hombres. Nada sucede en el mundo sin expreso permiso de tu parte;
no puede desaparecer una nación, ni morir un jilguero, sin que Tú lo hayas
permitido. Ahora bien, el alma que te está íntimamente unida por el amor
comulga en tu poder y participa de tu fuerza. Llega a ser, para las demás, una
fuente de vigor y de energía. Ordena, y la obedecemos; exhorta, y progresamos;
camina valerosamente hacia Ti, y la seguimos; se lanza hacia las alturas, y hace
que los demás subamos hasta allí con ella. Lo que añade mucho al encanto de
esta alma es la gracia con que se desarrolla su vida y se despliega su fuerza. Tú,
Dios mío, lo haces todo con dulzura y firmeza, suaviter et fortiter. El alma que te
está íntimamente unida participa tanto de esta suavidad como de esta fuerza.
Todo en su acción es medido, ponderado, equilibrado, armonizado. Habla como
conviene hacerlo; se calla cuando es mejor callarse. Se adelanta si es preciso; se
esfuma muy gustosa y sin siquiera hacer notar que se borra. Y así en todo. Eso es
lo que da tanto encanto a su acción. Tiene un algo acabado, perfilado, completo,
perfecto, que extasía. Nada encontramos que sobre en ella. Nada le falta. Es un
fruto hermoso y bueno, de aspecto agradable, de sabor delicioso. Hay allí algo
divino. «Hizo bien todas las cosas».
Así como no hay bien «que pueda entrar en comparación con Dios», que es el
Bien absoluto, tampoco hay limosna comparable a la que el alma interior
distribuye a todos los que a ella vienen con el corazón ávido de ese Bien de
bienes. El alma interior ejerce, en efecto, un verdadero atractivo sobre las demás
almas, principalmente sobre aquellas en cuyo interior actúa la gracia. Éstas
comprenden como por instinto que existe una misteriosa armonía entre ellas y esa
alma privilegiada. Vienen, pues, hacia ella confiadas. Se sienten seguras a la
sombra de esta alma. Están persuadidas de que si pueden contarle sus penas, sus
temores, sus deseos y sus esperanzas, no sólo serán comprendidas, lo que ya es
mucho, sino que se verán iluminadas, consoladas, fortificadas, reanimadas. En
fin, que encontrarán así, de un golpe, todo lo que les falta. Y eso es verdad. He
ahí por qué es tan preciosa un alma totalmente interior. He ahí por qué, aun
viviendo lo más a menudo oculta, ejerce una influencia tan profunda.
MATERNIDAD ESPIRITUAL
En los orígenes de las familias religiosas hay siempre un alma que vive sobre las
cumbres cerca de Dios. Por lo común caen sobre ella las dificultades en tan gran
número como las gotas de una lluvia tempestuosa o los copos de una borrasca de
nieve. Pero el amor que guarda ella en su corazón más fuerte que todo. Y así, lo
que debía abatirla, la levanta. Lo que debía extinguir su llama, la reaviva. El
obstáculo se convierte en medio. La ruina es el comienzo de la prosperidad.
Cobra entonces todo su impulso y recorre en derechura su camino, atrayendo y
arrastrándolo todo tras de sí.
El alma interior no querría guardar esta felicidad para sí sola. Arde en deseos de
difundirla. Le parece que amarla más a su Dios, a «su amigo», si lo amase en
unión con otras almas a las cuales hubiera podido comunicar algunas chispas del
fuego que la devora. El Amor divino ignora los celos humanos. Al darse, no se
extingue, se reaviva. Sin duda que el alma interior anhela que nadie en el mundo
ame a su Dios más que ella; pero si así sucede, se alegra de que ocurra. Cuanto
más amado es su Dios, más feliz es ella. El descubrimiento de las almas más
adelantadas que ella en la intimidad divina no hace más que estimular su ardor.
Ruega por esas almas para que amen todavía más. Comulga humildemente en su
amor. Su alegría es ofrecer a su «Amado» el afecto de estas almas privilegiadas.
Lo ama con todo su corazón.