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INDICE 2
Los autores espirituales, como Kempis, lo han dicho siempre: «son muchos los
que oyen al mundo con más gusto que a Dios; y siguen con más facilidad sus
inclinaciones carnales que la voluntad de Dios» (Imitación III,3,3). Y el mismo
Santo Tomás, tan bondadoso y sereno, señala la condición defectuosa del
género humano como algo excepcional dentro de la armonía general del
cosmos:
«Sólo en el hombre parece darse el caso de que lo defectuoso sea lo
más frecuente (in solum autem hominibus malum videtur esse ut in
pluribus); porque si recordamos que el bien del hombre, en cuanto tal, no
es el bien del sentido, sino el bien de la razón, hemos de reconocer
también que la mayoría de los hombres se guía por los sentidos, y no
por la razón» (STh I,49, 3 ad5m). Todo esto, claro está, tiene
consecuencias nefastas para la vida política de la sociedad humana,
pues «la sensualidad (fomes) no inclina al bien común, sino al bien
particular» (I–II,91, 6 præt.3). Y si la verdadera prudencia es la única
capaz de conducir al bien común, reconozcamos que «son muchos los
hombres en quienes domina la prudencia de la carne» (I–II,93, 6 præt.2).
Los hombres muy buenos, así como los muy malos, son muy pocos; lo que en
uno u otro grado abunda y sobreabunda es la mediocridad. La misma palabra
nos hace ver que corresponde al nivel medio de los conjuntos humanos. Y hay
que precisar aquí que se trata de una mediocridad mala, maligna, cuya
expresión política, por ejemplo, en un régimen democrático, está muy lejos de
llevar a la perfección.
Toda alusión a Dios, por consiguiente, debe ser evitada en la vida política, pues
es contraria a la unidad y la paz entre los ciudadanos, y causa previsible de
separación y enfrentamientos. El bien común político ha de ser, pues, buscado
«como si Dios no existiera». Y la fe personal que puedan tener los políticos
cristianos debe quedar silenciada y relegada a su vida privada.
Juan Pablo II, en la Evangelium vitæ, denuncia que «en la cultura democrática
de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el
ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las
convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría
misma reconoce y vive como normal», sea ello lo que fuere. «De este modo, la
responsabilidad de la persona se delega en la ley civil, abdicando de la propia
conciencia moral, al menos en el ámbito de la acción pública» (69). La raíz de
este proceso está en el relativismo ético, que algunos consideran «como una
condición de la democracia, ya que sólo él garantiza la tolerancia, el respeto
recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría;
mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes,
llevarían al autoritarismo y a la intolerancia» (70). «De este modo [por la vía del
relativismo absoluto] la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de
totalitarismo fundamental» (20). «En efecto, en los mismos regímenes
participativos la regulación de los intereses se produce con frecuencia en
beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para maniobrar no
sólo las palancas del poder, sino incluso la formación del consenso. En una
situación así, la democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía» (70).
Ante esta realidad inevitable, entre el calvinismo extremo, que pretenden leyes
absolutamente cristianas, rechazando hacerse cómplice de cualquier ley
imperfecta, y el maquiavelismo extremo, que introduce el amoralismo
oportunista en la política, es conveniente una tercera vía, un «sano realismo»,
como decía Pío XII (Radiomensaje Navidad 1956), que aplique con prudencia
el principio de la tolerancia, tal como lo formulaba ya León XIII: «aun
concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud, no se
opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los poderes públicos
de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal
mayor o para adquirir o conservar un mayor bien» (Libertas 23: 1888).
Hasta ahí los cristianos liberales –círculos cuadrados–, pasando por alto lo de
los derechos exclusivos de la verdad, hacen suyo, no sin dificultades, el texto
pontificio. Pero éste continúa: «Cuanto mayor es el mal que a la fuerza debe
ser tolerado por un Estado, tanto mayor es la distancia que separa a este
Estado del mejor régimen político. De la misma manera, al ser la tolerancia del
mal un postulado propio de la prudencia política, debe quedar estrictamente
circunscrita a los límites requeridos por la razón de esa tolerancia, esto es, el
bien público. Por este motivo, si la tolerancia daña al bien público o causa al
Estado mayores males, la consecuencia es su ilicitud, porque en tales
circunstancias la tolerancia deja de ser un bien [...]
Los gobernantes y sus leyes deben ser resistidos cuando actúan contra
Dios, contra su verdad y su ley, pues en ese momento se desconectan de la
fuente de su autoridad. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»
(Hch 5,29). La Iglesia primitiva ofrece en su historia un ejemplo impresionante
tanto de obediencia cívica, en cuanto ella era debida, como de resistencia
pasiva hasta la muerte en el caso de los mártires, cuando la obediencia se
hacía iniquidad (Hugo Rahner, L’Église et l’État).
También a veces los cristianos han de presentar una resistencia activa a los
gobiernos perversos. Esta actitud viene hoy proscrita por un pacifismo a
ultranza, pero es cristiana y enseñada ciertamente por la doctrina de la Iglesia.
Así, por ejemplo, Pío XI, en la encíclica Firmissimam constantiam del año 1937,
enseña que «cuando se atacan las libertades originarias del orden religioso y
civil, no lo pueden soportar pasivamente los ciudadanos católicos». Ahora bien,
las condiciones requeridas para una lícita resistencia activa son muy estrictas y
han de ser cuidadosamente consideradas (Denz 2278/3775–3376).
Otra cosa muy distinta es que en unas concretas circunstancias históricas los
cristianos, por ejemplo, apoyen la monarquía y combatan la república, si la
primera defiende los valores de la fe y la segunda los combate. Opciones
históricas como ésa se dan entonces, como debe ser, no por prejuicio favorable
a ciertas formas de gobierno –aunque algo de este prejuicio pueda mezclarse a
veces–, sino por afirmación o negación de ciertos contenidos de la vida política
nacional.
Primera
Segunda
Porque el liberalismo que impera en Occidente ha creado una vida política
enteramente cerrada a la acción cristiana de los políticos, tan cerrada o más
que lo estuvo el Imperio romano en los tres primeros siglos de la Iglesia. La
orientación política implacable hacia el enriquecimiento acelerado, así revienten
los países pobres; la dedicación al placer y la evitación del sufrimiento por el
medio que fuere, y otras orientaciones anexas semejantes, alzan ídolos que
exigen absolutamente el culto de los grandes partidos del Occidente apóstata.
Todos los políticos son conscientes de que se quedan sin votos si no pretenden
esos objetivos. Todos los políticos saben perfectamente que sin aceptar «el
sello [de la Bestia del liberalismo] en la mano derecha y en la frente, nadie
puede comprar o vender» nada en ese mundo (Ap 13,16–17).
Hay valores cristianos, es cierto, como los referentes a una mejor justicia
distributiva entre los ciudadanos –no tanto en referencia a los pueblos pobres–
que sí pueden hoy afirmarse en una labor política realmente cristiana, pues los
grandes partidos se comprometen en esa causa de uno u otro modo, por la
cuenta que les trae. Sin embargo, es tan fuerte y universal la tendencia hacia
los bienes materiales, que la ausencia de los cristianos en los grandes partidos
de poder no parece que vaya a comprometer seriamente los adelantos que los
más desfavorecidos hagan en esa vía de la justicia distributiva.
Tercera
El Vaticano II quiere que «los laicos [sobre todo los políticos, es de creer]
coordinen sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del
mundo cuando éstos inciten al pecado, de manera que todas estas
cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan
que obstaculicen la práctica de las virtudes» (LG 36c). Pues bien, la
orientación general de la vida política de los Estados liberales no
sólamente no favorece la virtud del pueblo, sino que es la causa principal
de su degradación moral.
Más arriba he recordado que los políticos, para poder gobernar dignamente,
necesitan poseer en alto grado las virtudes morales. Pues bien, en el supuesto
de que contemos con laicos cristianos realmente virtuosos, competentes, y
concretamente llamados a la política, ¿qué atractivo tendrá para ellos aquel
partido de presunta «inspiración cristiana» que obliga a silenciar
sistemáticamente en la acción pública el nombre de Dios y la afirmación de los
valores morales naturales? Si se parte de esta premisa abominable, ¿qué
posibilidades tiene la política cristiana de ejercitarse dignamente?
Uno de estos escándalos fue provocado a ciencia y conciencia por Irene Pivetti,
presidenta del Parlamento italiano en 1994. Dada la extrema rareza del caso,
merece la pena recordarlo: «Cuando preparé mi discurso de toma de posesión
de la presidencia de la Cámara sabía con certeza que una referencia explícita a
Dios me iba a acarrear críticas y protestas. No por ello desistí en mi deber de
decir la verdad [...] Esa alusión significa también confesar la soberanía de
Cristo Rey, al que verdaderamente pertenecen los destinos de todos los
Estados y de la historia, como siempre enseñó todo catecismo católico; lo cual
no impide, naturalmente, con el permiso del Omnipotente, que estos Estados
se den una legislación laica, como nuestro país, o incluso antirreligiosa, como
en algunos casos ha ocurrido y todavía ocurre en el mundo» («30 Días» 1994,
nº 80, 11).