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-¡Qué bonito! ¡Mira, Pablito, los campos se des-


piertan de su siesta! ¡Mira cómo bostezan las ardillas! Y
esos ciervos que mugen, ¡qué originales! ¡Y allí, allí una
familia de...! ¡Y cuántas aves!
Ciertamente, la mirada de Lila no era capaz de
abarcar toda la gandiosidad del espectáculo que se ge-
neraba frente a sus ojos. Si miraba a la izquierda veía
varias colinas que, amontonadas las unas sobre las
otras de manera caótica pero divertida, roncaban en su
habitual siesta de las cuatro y media; sobre ellas, des-
cendiendo velozmente hacia los valles verdes, millones
de gotas líquidas, que eran lluvia y aurora, se transfor-
maban en nieve, en hielo, en agua fresca. El contacto
del sol les procuraba una caricia tierna y constante;
más adelante ya eran riachuelos y ríos que, observados
sobre las alas de un halcón que volara alto, no parecían
sino bracitos de un mar desproporcionadamente gran-
de. Las vistas de la derecha no eran menos conforta-
bles: según dónde se mirara había lluvia o sol, era de
día o de noche, duna o bosque, trigo o tierra. La totali-
dad de aquel paisaje, abriéndose como flor nueva a la
vista del coche del doctor Nadizo, no poseía uno o dos
sino todos los elementos que podía imaginar el viajero,
de manera que éste, en su entusiasmo, pudiera elegir
qué cuadro era su preferido.

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Y al frente, incierto, aguardaba un horizonte que
parecía ser eterno.
En los pocos días de trayecto, Nadizo y Lila ya se
habían hecho muy amigos. El doctor le explicaba cons-
tantemente historias, algunas vividas y otras graciosa-
mente inventadas, sobre sus viajes; le hablaba de tri-
bus perdidas, de personajes curiosos; y también de le-
yendas que, creyendo ciertas, había investigado sin po-
der llegar a ninguna conclusión. Lila le explicaba sus
días, el aprendizaje de las plantas y las flores, del len-
guaje de los animales, que tan limitado parecía al igno-
rante, y que tantas sorpresas deparaba; su estudio de
los cuerpos, de los movimientos, como correspondía a
todo buen habitante de Buenperro. Contó Lila, no sin
asombro del doctor, el día en que danzó hasta la plaza
mayor con un curioso artilugio de su propia invención
sobre la cabeza: un sombrero de paja en cuyo centro
había atado una rama de pino, colocando, en el extre-
mo de ésta, una zanahoria que bailaba alegremente so-
bre su nariz. Pese a la inocencia de su juego, algunos
transeúntes que la habían visto habían juzgado de ma-
nera severa el ingenio de la niña (Nadizo comprendió
por qué pero evitó hacer ningún comentario). En otra
ocasión había atado en su muñeca una cuerda de hilo
de seda, y como la cuerda restante le hacía tropezar
por su longitud excesiva la había atado en la muñeca
de otro niño de Buenperro, proponiéndole danzar juntos
por las calles de la villa. Y habían salido a las calles uni-

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dos no sólo por las muñecas, sino también por la cintu-
ra y los pies. Tampoco entonces, explicaba la inocente
niña, había sido bien visto el juego en Buenperro, cuyas
gentes, creía, eran a veces demasiado rigurosas en
cuanto a la intención de sus actos. En fin; entre unas
historias y otras transcurrían rápidamente los días. Por
las noches, antes de dormir, buscaban algún descam-
pado lo suficientemente seguro y Lila practicaba el arte
de conducir. Le gustaba tanto que el doctor, entre bos-
tezos, tenía que rogarle un descanso. Y Lila se lo conce-
día, pues sabía que lo había merecido.
Un día, mientras se acercaban a una aldea que se
veía lejana, Lila le pidió a Nadizo que le explicara quién
era Moreno, el niño al que, entre curva y curva, busca-
ban. Pablito habló de la siguiente manera:
-La verdad es que no le conozco personalmente.
Sé que es algo menor que tú, de cabellos oscuros y es-
tatura liliputiense -Lila lanzó un “¡oh!” de sorpresa, y
Nadizo se apresuró a aclarar, para no alimentar falsas
esperanzas de fantasía, que su comentario no había
sido más que una hipérbole -. Debe ser, no me cabe
duda, un gran estudiante, ya que pertenece a mi esti-
mado pueblo. Un anciano de allí, gran erudito en las
lenguas de otras tierras, me contó que una pequeña,
cuyo nombre no recuerdo, quiso unirse a él en la aven-
tura de encontrar la Planta Anfibia, pero Moreno prefirió
viajar solo para no hacerle correr ningún riesgo. ¿Qué te

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parece? No sé si es un héroe o lo pretende..., en fin, hay
que agradecerle su gesto, de eso no cabe duda.
-¿Y cómo sabremos cuál es su coche? -preguntó
Lila.
-Tendremos que confiar en nuestro instinto.
-Ah, pues a mí, de eso, me sobra. Como vivo en el
campo...
Nadizo sonrió, sintiéndose un poco avergonzado
de vivir en una urbe.
Ya se ponía la tarde; se ponía donde tenía que po-
nerse, en el cielo, tiñendo los campos con su infinita y
cambiante gama de colores. Fue entonces cuando
nuestros protagonistas entraron, por primera vez desde
su partida, en una población, para repostar y asearse.
-Cuando el sol se pone me pongo triste y alegre a
la vez -dijo Lila, soñadora.
-Venga, vas a aprender a aparcar. Baja un mo-
mento.
Lila, sin dejar de mirar el cielo, bajó y fue a sentar-
se en el lugar del conductor. Nadizo, desde afuera, ha-
cía las indicaciones: mira el retrovisor, no pierdas el
sentido de las distancias... Tras varias maniobras, Lila
dejó el coche aceptablemente aparcado.
-Qué pueblo más silencioso -dijo la pequeña -. A
ver si va a estar deshabitado...
Pero no era así, ya que de alguna calle lejana lle-
gaban cantos, y un vago rumor de celebración recorría
las calles. Pablito y Lila corrieron hacia allí, animados

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por la posibilidad de ver algún acto típicamente local. Al
desembocar en la plaza mayor, los siguientes versos
deslumbraron a la noche, que, perezosa, se acercaba
lentamente:

Queremos tocar la quietud del mar;


degustar las olas desde las alcobas;
escuchar orillas desiertas y tibias;
oler el sabor de la sal y el ron.
Si alguien quiere ver, ¡pregúntale por qué!
Podemos palpar el sabor del mar;
oler la alegría en la mañana fría;
oír los corales que tiritan suaves;
degustar semillas de conchas marinas.
Si alguien quiere ver, ¡pregúntale por qué!

-¡Oh! -Lila se llevó las manos a la boca -. ¿Te has


dado cuenta, Pablito? ¿Te has dado cuenta?
Pablito Nadizo no daba crédito a su ojos. Miraba
atento a todos y cada uno de los habitantes, intentando
encontrar a alguien que le mirara; nadie lo hacía. La
canción proseguía alegre, repitiendo sus dos estrofas
eternamente. Nadizo notó que un sueño poderoso le in-
vadía; se sintió hipnotizado por el murmullo de los ver-
sos, y notó, sin saber cómo no lo había percibido antes,
que le envolvía un viento suave que olía a azufre y a
vainilla. Sólo pudo balbucear:

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-¡Que si me he dado cuenta...! ¡Pues claro! ¡Son
todos ciegos!

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Tarea ingrata la del narrador; en sus palabras está


el destino de todos los personajes de esta fábula deli-
rante, y a través de sus consignas se define el carácter
y personalidad de cada uno de ellos. “¿Y qué hay de in-
grato en esto?”, pregunta una voz desde algún sitio.
“¿Qué tiene de malo narrar los actos de Lila y Nadizo,
de los armonilandos, La Sombra y el resto de persona-
jes?” Pues bien, mis queridos lectores, me explicaré. Si
sólo fuera esto... El narrador es cronista, y debe, ade-
más de mover las fichas a su antojo, informar sobre lo
que ve. Su voz y su mirada lo abarcan todo, y en sus
manos está el contar o callar. Y hay veces en que este
narrador observa situaciones dolorosas que preferiría
ocultar, ya que no es su deseo ofrecer angustia ni nada
que se le parezca. Entonces, ¿qué hacer cuando ésta
entra en su inabarcable campo visual? ¿Cómo eludirla,
si trasciende su importancia al resto de acontecimien-
tos, los presentes y los venideros?
La cuestión es que, a muy pocos centenares de
metros de donde se encontraban nuestros protagonis-
tas (mucho más cerca de lo que ellos pudieran imagi-
nar), una pequeña forma humana, de cabellos oscuros,
yacía tendida en el suelo, inmóvil, junto a un letrero
erosionado por el paso de las vidas. El viento se empe-
ñaba en vestir su osamenta con un ropaje tan poco
adecuado como peligroso: los granos de arena que, frá-

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giles, revoloteaban a su alrededor. Pues debería adver-
tir ya el lector hábil que el lugar donde se encontraba el
cuerpo era el principio del Desierto Azul; que el letrero
no era sino un mensaje de bienvenida para los aventu-
reros que decidieran adentrarse en él; y que el cuerpo
del pequeño, como no podía ser de otra manera, era el
del niño Moreno.
¿Cómo había llegado hasta allí, y que hacía tendi-
do en tan singular posición? La respuesta es sencilla. En
su desesperado viaje hacia Arriba, Moreno había topa-
do, a la entrada del Desierto Azul, con un personaje ex-
traño, silencioso, que le había hecho bajar del coche;
sin mediar ni una palabra, había golpeado, en un mo-
mento de distracción, al pequeño Moreno, asestándole
un fuerte golpe en la cabeza con una roca que pasaba
por allí. Poco sabía La Sombra (sí: él era el malhechor)
que acababa de secuestrar el coche de quien también
se dirigía a Arriba; que, si en lugar de robarle, le hubiera
pedido amablemente ocupar el asiento de copiloto, Mo-
reno habría cedido sin sospechas, ofreciéndole, incluso,
la mitad de sus alimentos. Pero todas estas suposicio-
nes corresponderían a otro relato; ahora, la Sombra,
que apenas sabía conducir, atravesaba a trompicones
el peligroso Desierto Azul, y Moreno, conductor aguerri-
do, joven emprendedor y decidido, dormía inconsciente
bajo dos nubes que, apartadas de su rebaño en un des-
cuido, vagaban solitarias por el cielo.

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¡Ayudad a Moreno! ¡Sucumbirá bajo el sol abrasa-
dor, en las heladas noches del desierto, si no acudís
pronto en su ayuda! ¡Lila, Nadizo: qué dilema siente el
narrador en estos momentos, mientras lágrimas de ra-
bia saltan desde su cara al vacío! ¿Debéis permanecer
durante unas noches en el pueblo de los invidentes o
adentraros ya en las dunas nocturnas? Vuestra es la de-
cisión, pues, mal que nos pese, la autonomía de estos
viajeros empieza a sobrepasar los poderes, que creía-
mos eternos, de quien relata y dispone el orden de las
cosas primeras del relato. Así, sólo nos queda esperar;
pero, mientras tanto, Moreno sueña con la Planta Anfi-
bia, atrapado en una fabulosa confusión que le lleva a
creer, inocente dormilón, que está siendo abrazado por
las gentes de su lugar.

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Igual que Lila y Nadizo, según se llegaba desde


Abajo, habían topado con un extraño pueblo todavía
desconocido para nosotros, habitado por seres supues-
tamente invidentes, el Armónico Mayor y Assa llegaron
al pueblo que debían encontrar antes de llegar al De-
sierto Azul: la Aldea-Lago. Y si bien el Desierto era peli-
groso al carecer por completo de agua, la Aldea-Lago
no conocía otro medio sobre el que sostenerse que el lí-
quido. Ambos se maravillaron, lanzando a los cuatro
vientos un sonoro “¡ooooh!” cuando se dieron cuenta
de que la carretera acaba al borde del agua, frente a
una pancarta que decía: “VIAJEROS-ABANDONEN SUS
VEHÍCULOS-EL GUARDIÁN LUBINO LES PROPORCIONA-
RÁ UNA BARCA”. Efectivamente, nada más apearse del
coche, se les acercó un ser de pequeña estatura, piel
escamosa, frente arrugada, largas trenzas canosas; iba
descalzo y prácticamente desnudo, a excepción de una
camiseta sin mangas en la que se podía leer el nombre
de una marca de refrescos y, bajo éste, su nombre:
“guardián Lubino”. Abrió los brazos en cuanto los tuvo
lo suficientemente cerca, haciendo ademanes de bien-
venida; habló en un tono profundo y acuoso, burbuje-
ante, un tono que, por su sonoridad, encandiló a los dos
habitantes de Armonilandia:
-¡Bienvenidos a la Aldea-Lago! ¿Tienen ya su bar-
ca?, porque si no, aquí les traemos una. Supongo que

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sabrán nadar, ¿verdad? ¡A ver si se van a caer al agua!
-el Armónico y Assa contestaban como podían “sí” o
“no”, según la pregunta del guardián, sin poder presen-
tarse en ningún momento -. Aquí tienen un plano: las
tiendas más atractivas para realizar sus compras están
marcadas en color rojo, aquí, ¿ven?, y la flecha intermi-
tente les indica el itinerario turístico que proponemos a
nuestros visitantes... ¿No irán hacia el Desierto Azul,
verdad? ¿Ah, sí? Bueno, entonces, ¡no olviden aprovi-
sionarse con nuestros deliciosos bidones de agua! -giró
instintivamente su cabeza hacia el lago, de donde lle-
gaba un rumor denso y sereno -. ¡Aquí llega la barca! Si
quieren, pueden disponer de un guía que les comentará
nuestros tesoros históricos más importantes... ¡Hasta
pronto, y feliz estancia en la Aldea-Lago!
Sin darles tiempo a despedirse, el Guardián Lubi-
no se alejó brincando alegremente; dio un salto en el
aire, se zambulló en al agua y reapareció varias dece-
nas de metros más adentro. Navegaba de una manera
sabia, moviendo ágilmente brazos y pies; los surcos de
su braceo dibujaban, curiosamente, la palabra “bienve-
nidos” en la superficie del lago.
-Simpático -dijo el Armónico con una sonrisa -. Si
todos son tan agradables, podemos deleitarles con un
concierto esta misma noche.
-Buena idea -dijo Assa -. Me muero de ganas de
tocar un poco mi trompeta, no sé cuántas horas debe-
mos llevar sin practicar.

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El guía, cuya piel también mostraba una curiosa
mezcla de escamas y dermis humana, les saludó jovial-
mente y les hizo pasar a la barca. En cuanto subieron,
ésta se balanceó ligeramente de izquierda a derecha;
sintieron un vértigo desconocido y se agarraron a los
bordes, mirando con preocupación al portador de la pe-
queña embarcación.
-No se asusten -dijo éste -. Siempre pasa, al princi-
pio, que uno se siente incómodo al entrar en la aldea.
Pero ya verán como en unos minutos se han habituado
a este vaivén. Hasta lo encontrarán agradable. ¿Cómo
se llaman?
-Yo soy Assa, y éste es el Gran Armónico Mayor,
jefe de mi lugar. Venimos de Armonilandia, que, supon-
go, le resultará conocida; estamos viajando hacia Arriba
para encontrar una planta maravillosa con la que con-
cluir nuestra Gran Obra.
-¡Ah, Armonilandia, tierra de músicos! Por supues-
to que les conozco. ¿Así que usted es el jefe de su pue-
blo? Es un honor para mí, desde luego. Me presentaré:
mi nombre es Pterophyllunm Scalare, pero todos me
llaman Ángel, que es más fácil.
-Buenas tardes, Ángel -dijeron los eventuales habi-
tantes de aquella barca. Y los tres sonrieron, mirándose
divertidos cuando el navío empezó a adentrarse en las
aguas de la Aldea-Lago.
Pasaron el resto del día visitando diversos puntos
de interés de aquel lago que, siendo tan grande, pare-

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cía un mar cerrado por rocas y hierba. Les llamó la
atención aquellos balcones donde la gente tendía sus
prendas, ya que, si éstas caían del tendedero, no iba a
parar a otro sitio que no fuera agua; y vieron, en más
de una ocasión, a desesperadas amas de casa, a sus
resignados hijos, lanzarse al lago con las ropas puestas,
buceando hasta rescatar, ante el alborozo y el jolgorio
de los que por allí pasaran, el pantalón o la media hun-
dida. Vieron también cómo las ropas húmedas de esos
improvisados atletas de la natación, cómo sus tejidos y
sus vivos colores, brillando a la luz del sol, emanaban
destellos vibrantes, radiantes, llenos de una fuerza es-
pantosa y cegadora, maravillosa. Y todos estos adjeti-
vos, que rondaban en la mente de los dos músicos y
que el narrador se toma la molestia de tener en cuenta,
no son, y ellos lo saben, más que rodeos en espiral para
llegar al centro de sus emociones: la admiración. Admi-
ración por ese pueblo despierto y agitado, sereno en la
mirada, inquieto en el gesto; una alegría, en fin, que les
invadía con la visión del quehacer de esas gentes des-
conocidas.
Sin embargo, ni Assa ni el Armónico Mayor habían
reparado en una cuestión fundamental. El día se mos-
traría espléndido, sí; jugarían con niños traviesos que
nadaban y buceaban alrededor de la barca; cantarían, a
modo de concierto, junto con otros muchos habitantes
de la Aldea-Lago, una bella melodía llamada, precisa-
mente, “La Aldea-Lago”; bendecirían al viento fresco

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cundo les arañara los cuellos resecos por el calor; toma-
rían un poco de agua en las cuencas de sus manos, sa-
biendo que no se necesita nada más para estar en ple-
nitud; observarían el comercio nocturno, que, adornado
con farolillos de aceite, les mostrara inmensos sacos de
paja impermeable, llenos de tomates y manzanas, le-
chugas y fresas; presenciarían carreras de barcas, una
curiosa petanca donde las bolas flotaban sobre el agua,
luchas entre forzudos habitantes del lago. Serían aten-
didos con cordialidad y dulzura, con cortesía y amabili-
dad. ¿Qué cuestión habían obviado, qué pregunta ele-
mental habían olvidado hacer? No hizo falta mucho
tiempo para descubrirlo.
El cielo oscureció pronto; los músicos decidieron
cenar en la Taberna Flotante. Pero no era todavía de no-
che, es que se había nublado. De repente, aquel atar-
decer era como el de un domingo blanco, sin juegos y
sin risas. Un domingo de transición, cuando todavía no
se echa de menos el sábado pero ya se aborrece al lu-
nes por su carga continua de obligaciones. El primer
trueno sonó débil, lejano; los músicos, con el oído muy
fino, habrían jurado que toda la Aldea-Lago se sumía en
un espeso silencio, una calma de gelatina que resultaba
molesta. Llegó el segundo trueno: hubo murmullos,
quejas de desaprobación, débiles susurros de ánimo. El
tercer trueno fue realmente imponente: tosió el cielo
con voz áspera, profunda, y la queja infinita de su soni-
do prorrumpió en llanto de dolor; y al desgarro siguió la

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furia desatada, la incontinencia de las paradojas: sobre
la ciudad del agua, la que no necesitaba más que sol y
viento, ¡llovía! Sí, ¡y cómo llovía! Los bomberos marinos
salieron de sus guaridas por si eran de utilidad; los co-
mercios y los restaurantes desalojaron sus salas; hom-
bres y mujeres palidecieron, niñas y niños se asustaron.
La lluvia arreció junto a un nuevo trueno; el sol, impo-
tente tras la cortina de nubes lloronas, amordazado e
inmovilizado, nada podía hacer; empezaron a crearse
disputas a la hora de tomar un camino u otro de regre-
so a casa; la Taberna Flotante se empezó a llenar de
agua; en medio de este caos primerizo, los músicos pi-
dieron calma; había que organizar cadenas humanas,
transportar primero a los niños, achicar el agua de las
casas... Gritos en vano, silenciados por el alarido impo-
nente del cielo destructor; ¡más, más agua! Y el agua
caía sobre el agua, e incomprensiblemente la suma del
elemento consigo mismo era cada vez más catastrófi-
co, más doloroso...
El temporal llegó unos minutos después. La gente
se acercaba a las orillas como podía, sobre maderas as-
tilladas, chapoteando y ayudándose los unos a los
otros. Assa y el Armónico, cuya barca había sido partida
por un rayo que le había dicho “que te parta un rayo”,
ayudaban en las tareas de rescate de los pequeños que
habían perdido de vista a sus padres. El huracán les sa-
cudió por la espalda, cuando menos lo esperaban, y
fueron arrastrados hacía el fondo junto con otros habi-

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tantes del lago. Al salir a la superficie se encontraron
solos y perdidos en medio del vendaval de agua y vien-
to que les envolvía; distinguieron, agarrado a las raíces
de un árbol tronchado, al bueno de Lubino.
-¡Guardián! -gritó Assa, que, pese a estar práctica-
mente a dos metros de él, debía elevar mucho la voz
para ser oído -. ¿Puede hacerle una pregunta?
-¡Dígame usted! -contestó Lubino.
Cuando Assa iba a preguntar, una ola gigante, ha-
bitante habitual del mar que había ido a parar al lago
quién sabe por qué motivo, les escupió hasta la orilla.
Por suerte, no sólo a ellos, sino también a la mayoría de
los lagunos. La ola, después de percibir que aquel no
era su medio natural, se escabulló por entre los árboles
del bosque y volvió a sus aguas salinas.
Se hizo un silencio sepulcral. Sólo se oía las respi-
raciones de los supervivientes, que resultaban ser, ya
era algo, más de los esperados. Las nubes se alejaron
sin despedirse, pues debían descargar en otro lugar del
universo media hora más tarde, y la luna, insinuante y
espléndida, asomó sus pestañas para decirles a todos,
coqueta soñadora, “buenas noches”.
-Buenas noches -murmuró Ángel, que sostenía,
entre sus brazos, a un niño dormido.
-Guardián Lubino -prosiguió Assa, ahora más cal-
mado -, he aquí la pregunta que quería hacerle -y como
si hubiera leído los pensamientos de quien narra, dijo -:
¿nunca han previsto qué harían... si llovía?

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El Guardián Lubino bajó la cabeza, avergonzado.
-Nos pasa casi cada día -explicó -. Pero nosotros
queremos vivir sobre el agua, hay algo que nos dice
que debemos hacerlo así; y si sólo sabemos construir
nuestras viviendas con cañas, con árboles, sobre ramas
viejas y troncos muertos, ¿qué culpa tenemos? No le
hacemos ningún mal a nadie.
-Pero es una inconsciencia -reprobó Assa -. Tienen
que estar más preparados.
-No sé -dijo el guardián -. No lo sé.
Durante el resto de la noche se reconstruyeron
plataformas sobre el agua y se habilitaron las camas
mínimas necesarias para pasar la noche en condiciones
sin tener que dormir sobre tierra firme, posibilidad que
desesperaba a los lagunos. La luna pidió al viento que
soplara cálido, ya que necesitaban sentirse arropados
por algún acto de cariño externo. El viento, que amaba
a la luna en secreto, accedió sin dudar un minuto. Poco
rato después, todos los habitantes de la Aldea-Lago,
Assa, el Armónico Mayor, la luna y el viento dormían en
paz.

A la mañana siguiente, los músicos se prepararon


para proseguir se viaje. Antes de entrar en el coche mi-
raron al pueblo, que trabajaba sin descanso; unos reha-
cían las casas, otros las barcas, otros se dedicaban a los
puentes y los trampolines; todos, en líneas generales,
empezaban ya a cantar alegremente, se empujaban al

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agua bromeando, se hacían cosquillas en la nuca para
verse reír. En unos minutos, aquello se convirtió en el
lago alegre del día anterior. Assa y el Armónico se mira-
ron; buscaron, cada cual en su archivo de recuerdos re-
cientes, los de la felicidad de aquellos seres, encontran-
do en su mente a las manos que recogían el agua fres-
ca del lago. El sol irradiaba luz, lo cual puede parecer
una obviedad, pero quizá no lo sea.
Sonrieron, subieron al coche y arrancaron en direc-
ción al Desierto Azul.

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Mientras Assa y el Armónico achicaban el agua en


aquel pueblo laguno, Lila y Nadizo, maravillados, obser-
vaban las evoluciones de una multitud que se les hacía
extraña a la vista, y nunca mejor dicho. Avanzaban por
entre las gentes, bailaban con desconocidos que, in-
comprensiblemente, reconocían a los recién llegados
sin verlos y les obsequiaban con aplausos y saludos
corteses. Lila y Nadizo descubrieron rápidamente que
su ceguera era de un tipo extraño, desconocido incluso
para el experimentado doctor; no tenían las cuencas de
los ojos vacías (cosa que, por otra parte, desentonaría,
por su horripilancia, con el tono general del relato), ni
sus iris y pupilas se fundían en un suave azul blanquea-
do; no mostraban una mirada imperturbable y serena,
la mirada del ciego que sólo distingue la nada en su vi-
sión; tampoco se trataba del tipo de invidentes cuyos
globos oculares bailan alegres y descontrolados, como
movidos por un nerviosismo inexplicable; no, aquellos
seres, simplemente, mantenían, en apariencia sin mu-
cho esfuerzo, los ojos cerrados. Pedro y Manuel, que
formaban la Comisión de Recibimiento para Extranjeros
Llegados por Casualidad, se acercaron, sin tropezar con
nadie, hasta los dos viajeros; cada uno estiró un brazo y
ofreció la mano como saludo. Lila recibió con agrado la
de Pedro, y el insigne doctor Nadizo estrechó la de Ma-
nuel.

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-Muy agradecidos de recibir su saludo -dijo con
una cierta solemnidad Manuel -. Bienvenidos al Bosque
de los Sentidos.
-¡Qué pueblo tan bonito tienen ustedes! -dijo Lila
entusiasmada -. Oiga, ¿de verdad son ciegos?
El doctor le dio un codazo a la niña y la hizo callar.
-No se moleste en ocultarnos sus gestos, doctor
-dijo Pedro -. La niña ha hecho una pregunta movida
por la curiosidad, y la curiosidad es buena. Déjela hacer.
-Pero... ¿cómo sabe que soy doctor?
-En algún bolsillo lleva analgésicos -contestó tran-
quilamente Pedro -. Los huelo desde aquí. Son unos
analgésicos caros y muy difíciles de encontrar; se fabri-
can en Ubé, y casi no se exportan. Pocas personas pue-
den acceder a ellos, sólo las gentes adineradas y los re-
lacionados con el mundo de la medicina. Las gentes
adineradas, por lo común, viajan sin la presencia de
menores, pues sus traslados suelen ser asuntos de ne-
gocios; los investigadores y aventureros, en cambio,
gustan de contar entre sus filas de viaje a personas de
todas las edades, incluidos pequeños y ancianos; los
unos, por ofrecer imaginación y frescura; los otros, por
su sabiduría ante situaciones insólitas. Además, su pre-
juicio ante la pregunta de la niña corresponde, sin duda,
a un valor moral inherente al médico: la delicadeza res-
pecto a todo tema relacionado con los defectos del
cuerpo humano. Ya ve que la vista no es necesaria para
vivir.

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-Asombroso –dijo el doctor -. En mi población, Ubé,
hemos seguido con una atención rigurosa el desarrollo
de un colectivo de invidentes para conocer su vida coti-
diana. Debo reconocer que tienen el resto de sentidos
más desarrollados que un vidente.
-¿Han venido ustedes a las fiestas del pueblo o es-
tán de paso? -preguntó Pedro.
-De paso -dijo Nadizo -. Nos dirigimos al Desierto
Azul Cobalto, porque es la única manera de llegar hasta
Arriba. La niña necesita un remedio para la enfermedad
de su abuelo, y hay que ir a buscarlo allí. ¿No es cierto,
pequeña?
Pero Lila no respondió. Estaba totalmente abstraí-
da en el color pardo de unas margaritas, como un actor
de teatro que olvida el texto que debe recitar y queda
neutro y callado ante el auditorio. Y volvió a la realidad
con un:
-¡Oh! -para añadir, a continuación: - ¿Me hablabas
a mí, Pablito?
Los tres adultos sonrieron.
-Si la niña está cansada, tenemos habitaciones li-
bres en el hostal -dijo Pedro.
-No estoy cansada. De verdad.
-Entonces, quédense al menos hasta la mediano-
che. Podrán oír un espectáculo insólito. Les aseguro que
merece la pena: el último día de nuestras fiestas anua-
les, el sol y la luna se funden durante un instante para
crear un astro que emana sensaciones únicas. Se pue-

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de sentir el calor del verano más radiante, la frescura
de la noche más calmada; el viento hace que la planta
de la vainilla -uno de nuestros productos típicos -florez-
ca espontáneamente, y su polen se adhiere a todas las
cosas, y entonces cantamos nuevas canciones embria-
gados por su aroma. Les aseguro que no oirán nada
igual en su vida.
-¿Quieres quedarte, Lila? Puede ser bonito.
-Bueno -dijo Lila.
Moreno, queridos lectores, puede aguardar esos
minutos durmiendo sobre la arena tibia, ¿verdad? Total,
sus sueños son ahora agradables; sueña que está estu-
diando, y que en Ubé no hay más que paz. Dejémosle,
pues, habitar un poco más en el desierto nocturno, ya
no azul, sino verde esmeralda. Que Lila y Nadizo ten-
gan la posibilidad de conocer ese misterio de fusión;
nada grave ocurrirá. ¿O acaso pensabais que este na-
rrador iba a ser tan insensible como para dejar perecer
a Moreno mientras sus futuros salvadores se divierten?
Nada de eso. Tendrá lugar el encuentro, la sorpresa; ha-
brá explicaciones, conflictos, soluciones. Seguirá fluyen-
do la armonía entre todos nuestros personajes; mas no
debemos olvidar que esta armonía lo incluye todo, lo
bueno y lo malo, y que no sólo la felicidad hará acto de
presencia en el futuro desarrollo de los acontecimien-
tos.
Así, Lila y Nadizo se encontraban ya sentados en
una larga mesa hecha de troncos y arcilla, junto a un

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grupo de habitantes del Bosque de los Sentidos. Falta-
ban unos minutos para la unión astral; habían cargado
unas cuantas frutas en el maletero del coche, y tam-
bién unos saquitos de vainilla, pues Nadizo quería expe-
rimentar con el motor para abrir, si las pruebas eran sa-
tisfactorias, nuevas investigaciones en el campo de los
motores frutales. Animado por la noche y la expectati-
va, Nadizo se acercó a Lila y le dijo:
-Sería divertido que el coche funcionara con vaini-
lla. Pero no sé si podría soportar viajar por el desierto
oliendo constantemente a natillas. Es que me encan-
tan. ¿A ti no?
Lila guardó silencio.
-Lila... ¿que no me oyes?
-¡Oh, sí, perdona! Claro que me gustan las natillas.
Aquí deben de hacer unas natillas estupendas.
Pero hablaba sin mirar al doctor; su vista estaba
clavada en una jovencita de dieciocho o veinte años, la-
bios rojos y sensuales, senos firmes (cosa que Lila ad-
miraba mucho, ya que los suyos, todavía tímidos, ape-
nas asomaban a la vida), voz risueña, gesto enérgico.
-¿Has visto que pelo más negro tiene esa chica?
-le dijo al doctor -. Es muy guapa.
-Sin duda -aprobó el doctor -. ¿Y aquella del fondo,
la rubia, la que levanta la copa? Parece que esté riéndo-
se entre sueños.
-¿Cómo crees que tendría los ojos? –susurró Lila.

71
-¡Ssshhhh! No hagas comentarios de este tipo, de-
monios. Hay que decir según que cosas con cuidado.
En unos minutos, los dos viajeros ya hablaban con
sus vecinos de mesa más cercanos; además de Pedro y
Manuel, estaban allí sentados Marcelo el Barrendero,
Aurelio el Acróbata y Segismundo el Leñador. Todos,
pese a su falta de visión, se movían con agilidad, char-
laban sin preocupaciones, y se pasaban los cigarrillos y
las bebidas con total naturalidad, como si realmente
pudieran ver. El doctor Nadizo explicó aventuras vividas
en diversas poblaciones, intentando no repetir las que
ya le había contado a Lila para no parecerle reiterativo;
todos escuchaban con atención, comentando ciertos
pasajes del discurso, asombrándose ante los descubri-
mientos científicos del doctor, alabando su técnica para
diagnosticar enfermedades, que compaginaba el rigor
médico con los gustos preferenciales del paciente. Así,
entre palabras, llegó el momento en que el campanario
alcanzó su medianoche diaria; ante la sorpresa de Lila y
Nadizo, todo el pueblo coreó al unísono cada una de la
doce campanadas, gritando “doce” cuando la última
sonó. Y fue entonces cuando pudieron presenciar un es-
pectáculo que no olvidarían jamás: en plena noche apa-
reció el sol, como un turista despistado, acercándose
lentamente a la luna llena que, de reojo, miraba tam-
bién a los habitantes de la Aldea-Lago, recién recupera-
dos de su catástrofe diaria. Tan preocupada estaba en
mostrar sus destellos a todos los bosquinianos que no

72
reparó en la llegada del iluminado del día; éste, jugue-
tón y vibrante, sin desprender calor por su riguroso con-
cepto del límite horario que debía cumplir, hinchó su
panza y se abalanzó sobre la pequeñita Luna hasta que
ambos se fundieron en una nueva estrella satélite, es-
pontánea y extraña, mágica y deslumbrante. Los bos-
quinianos empezaron a gritar: “¡soluna!, soluna!”, y los
rayos solares, mezclados con la blancura lunar, crearon
unos curiosos reflejos en los que se podían ver todos los
colores del arcoiris. Mayor fue la sorpresa de Lila y el
doctor Nadizo cuando los destellos arribaron a las me-
sas, tiñendo los cuerpos de diferentes tonalidades, a
cual más bella, produciendo, al mínimo movimiento, so-
nidos ondulantes, vibraciones que nunca volverían a oír
los dos viajeros. El espectáculo producía un efecto de
sueño ligero, de viaje hasta el fin del universo; todos
cantaban alegres su canción, hacían palmas, brindaban
con sus vasos llenos de licores. Aquel delirio duró más
de diez minutos; de repente, el sol, sin saber muy bien
por qué, sintió vergüenza de su actuación; se deshizo
de los brazos de la Luna, que ya soñaba un idilio eterno,
y regresó a la otra parte del mundo, a la que había de-
jado a oscuras sin dar explicaciones.
Aun cuando todo había vuelto a la normalidad, los
habitantes del Bosque de los Sentidos seguían cantan-
do, lanzando sus brazos al aire, extasiados ante los so-
nidos que acababan de oír.

73
-¡Genial, genial! -gritaba Manuel entre aplausos -.
Dígame la verdad, doctor; ¿había olido alguna vez esta
vainilla? ¿Había escuchado sonidos semejantes produci-
dos por la naturaleza, o ni tan siquiera por el ingenio
humano? ¿Cuántas veces, doctor, ha deseado en secre-
to fantasías como la de sentir su piel bañada por un sol
nocturno, y cuántas se ha sonreído incrédulo de sus
propios sueños?
-Es admirable, desde luego -dijo Nadizo -. Le ase-
guro que este episodio es uno de los más bellos de mi
vida. No miento si les cuento que lo que he visto...
-No me cuente lo que ha visto. ¿No ha escuchado
la canción? Si alguien quiere ver...
-Disculpe. No era mi intención...
El jolgorio continuaba, y se brindaba con la misma
efusión con la que recibimos a un año nuevo, solemne
y despreocupadamente a la vez. Sin embargo, las últi-
mas palabras de Manuel habían dejado un sabor agri-
dulce en Nadizo. Miró a Lila, pero está parecía dormir
sobre la mesa. Le acercó la voz al oído y le susurró:
-¿Quieres que vayamos a dormir?
-Sí -dijo Lila -. Estoy cansada.
-Nuestro tiempo se acaba, caballeros -dijo Nadizo
-. La pequeña tiene sueño, y mañana debemos condu-
cir hasta la entrada del Desierto Azul. El espectáculo ha
sido formidable.

74
-Vuelvan siempre que quieran -dijo Manuel, exten-
diendo sobre su cara una sonrisa que volvía a ser since-
ra -. Adiós, pequeña, que duermas bien esta noche.
Fue una despedida extraña, silenciosa, producida a la
salida de la población, serenada por la hipnótica can-
ción de los grillos bosquinianos. Y se vieron los cuerpos
de Lila y el doctor estremecerse tras la niebla, hacerse
vaho, y, por fin, desaparecer en la carretera.

Cuando Nadizo dejó a Lila en el asiento trasero del


coche, tapándola con la manta de cuadros rojos, la pe-
queña entreabrió los ojos y bostezó. Mirándose las
uñas, dijo:
-Pablito... Pablito, dime una cosa. ¿Toda esta gente
es feliz? Quiero decir, había chicas tan guapas, y era
tan bonita la soluna... Tenía ganas de ponerme a bailar,
pero ellos no habían visto nada de lo que yo había vis-
to... Es que me ha dado pena, ¿sabes? -dijo incorporán-
dose -. No han podido ver nada, ni podrán ver nada
nunca.
-Ah, Lila... No sé qué contestarte. Piensa que ellos
perciben los sonidos y los olores de una manera mucho
más sensible. Allí es donde encuentran ellos la belleza,
¿sabes? Mira, a ti te gusta la música, ¿verdad? Pues
imagínate que concentras todos tus esfuerzos en oír
música, que no puede distraerte la vista ninguna ban-
da. Y que, cuando caminas por el sendero que lleva a tu

75
casa, también el sonido de tus pies sobre la gravilla es
como música, tiene texturas...
-No te entiendo. No entiendo nada. No sé qué son
las texturas y qué hay de malo en ver a la banda mien-
tras toca.
Nadizo sacó la pipa de la guantera y la encendió.
Dio una calada profunda y miró afuera; la noche estaba
estrellada.
-A mí también me cuesta –dijo el doctor.
Y callaron, pues ambos deseaban pensar en silen-
cio.

76
5

Al día siguiente, el coche del doctor Nadizo se des-


lizaba velozmente por la carretera que llevaba hacia el
Desierto Azul. El día era fresco y soleado, aunque, a ra-
tos, caían unos pocos copos de nieve con la poética in-
tención de darle color (blanco) al paisaje. Los copos, sin
embargo, se daban cuenta de inmediato de que allí no
pintaban nada, y se escondían, tímidos como un invier-
no a destiempo, en alguna cueva perdida de las monta-
ñas que cortejaban a aquellas cuatro ruedas aventure-
ras. Como no había coches a la vista conducía Lila, sin-
tiéndose embriagada por un suave placer; el doctor Na-
dizo, subido sobre la capota, realizaba flexiones, no por
ser costumbre suya, sino por parecerle una anécdota
graciosa que contar, más adelante, a sus conocidos.
Lila sacaba la cabeza por la ventana y preguntaba:
-¿Cómo va eso, Pablito? ¿Cuántas llevas?
-¡Uf...! Ciento setenta y siete... ciento setenta y
ocho...
Y el doctor callaba, pues no podía articular ni una
sola palabra.
Comieron en una fonda situada al borde de la ca-
rretera, atendida por un simpático matrimonio que, si
en apariencia eran humanos, ellos negaban serlo; pre-
tendían hacer creer a sus clientes que venían de un pla-
neta muy lejano, y que su misión en Todo era la de ser-
vir alimentos de doce del mediodía a cinco de la tarde.

77
Que su misión parecía muy simple, pero que escondía
propósitos terribles que ellos desconocían, lo cual les
amargaba la existencia. Si el viajante de turno les creía
recibía su menú gratis, así que Lila y Nadizo, entre risas,
dijeron creerles, y no tuvieron que soltar ni un solo bille-
te por el fabuloso festín que se les había servido.
(Cabe decir que tanto la niña como el adulto no
eran, ni mucho menos, querubines inocentes; que,
pese a su buena fe, se permitían de vez en cuando es-
tas diversiones un tanto despiadadas).
Cuando acabaron de comer se dirigieron al coche
para hacer una siesta; habían tomado unas copitas de
aguardiente para aliviar una cierta pesadez de estóma-
go producida por el énfasis glotón, y se sentían, ahora,
ligeros como dos plumas pero incapaces de ponerse al
volante. Así que entraron en el auto (Lila delante, Nadi-
zo detrás) y durmieron una larga y provechosa siesta.
Cuando despertaron, ya bien entrada la tarde, se expli-
caron los sueños que habían tenido; les buscaron inter-
pretaciones, a cual más disparatada, y rieron un buen
rato cuando Lila, entusiasmada por un sueño de Nadizo
que le había sugerido una coreografía, danzó alrededor
del coche parodiándose a sí misma. Nadizo aplaudía:
-¡Bravo, bravo, pequeña! No hay nada que se
deba desarrollar tanto como el sentido del humor. De
otra manera, ¿qué nos quedaría?
Lila se detuvo.

78
-Pero si no encontramos la planta para mi abuelo
yo ya no querré reír.
Y se apenaron un tanto. Nadizo le acarició el pelo
a la niña y le dijo:
-Venga, vámonos. Ahora conduciré yo, me apete-
ce estar un rato al volante.
Lila, recostada ahora en el asiento posterior, mira-
ba las montañas, los valles, los ríos y los campos, sin-
tiendo una gran tranquilidad. “Que esta vida es la que
yo desearía”, se decía para sus adentros; “una carrete-
ra, un amigo como Pablito, gentes a las que conocer y
dejar atrás...”. Miró al sol y se acordó de la soluna, de
los bosquinianos; sintió pena por ellos, pues no se des-
plazaban, y también por el matrimonio “alienígena”.
Sintió pena por todo el mundo, incluyendo a sus padres
y a su abuelo, y quiso abrazarlos a todos; pero su pena
era alegre, si esto es posible, y no dudó en que abraza-
ría, en cuanto regresara a Buenperro, a todos sus alle-
gados.
Tal era la serenidad que sentía Lila que no reparó
en una cosa: el paisaje estaba cambiando. Cada vez se
veían menos montañas (una aquí, otra allí, sin saber
muy bien de dónde habían salido), y ya crecían, sobre
los restos de hierba, las primeras dunas, pequeñas y tri-
viales.
-¡Ven, Lila! -dijo Nadizo -. Siéntate a mi lado... a
ver qué te parece esto.

79
Lila dio un salto hasta el asiento de copiloto; inme-
diatamente se llevó las manos a la boca, pero no pudo
reprimir un “¡oh!” que, por otra parte, no había motivo
para reprimir. Enfrente se extendía una región infinita
de arenas; eran arenas azules, blandas como un mar
de musgo, que ya adquirían, tan tarde se había hecho,
una tonalidad verde esmeralda.

-“Bienvenidos... al Desierto... Azul Cobalto. Feliz vi-


sita y cuidado con... con...” ¿Qué pone aquí, Pablito?
-“Cuidado con las tormentas de arena”.
Lila y el doctor, de pie junto a pequeño cartel de
bienvenida que se hallaba situado al borde de la carre-
tera, intentaban descifrar las palabras que quién sabe
qué mano había pintado hacía ya muchos años, pala-
bras erosionadas por el viento y casi ilegibles.
-Va a ser difícil transitar por aquí -dijo Nadizo, mi-
rando al horizonte -. Esperemos no encontrar muchos
bancos de arena, nos podrían hacer perder tiempo.
-Pablito -dijo Lila -, ¿tú crees que el niño ése de
Ubé ha pasado ya por aquí?
-Pues... quién sabe. Esperemos que sí, que esté ya
en Arriba buscando la Planta Anfibia.
-Es que estoy pisando una mano pequeña, y he
pensado que a lo mejor era suya.
-¿Que estás...?
Pablito Nadizo miró los pies de Lila. Efectivamente,
de la arena salía una mano llena de polvo; la niña se

80
apartó y el doctor estiró de la mano, a la cual siguió un
brazo, y, tras éste, el cuerpo entero de un niño que pa-
recía dormir, de manera prematura, el sueño de los jus-
tos.
-Lila. Trae mi botiquín. Está en el maletero.
Lila fue a buscar el encargo sobrecogida; era la
primera vez que veía una expresión tan desolada en la
cara alegre del doctor Nadizo.

81
6

Puede que algunos de vosotros consideréis, tanto


a los dos personajes protagonistas como al narrador, un
tanto frívolos, por tratar, durante algunos capítulos, con
tanta despreocupación al pobre Moreno. Nada más le-
jos de nuestras intenciones; vemos cómo Nadizo toma
el pulso al pequeño, cómo respira aliviado al constatar
que, aunque débil, está vivo; cómo prepara el suero
mientras Lila lo arrastra hasta el coche. Que nadie se
asuste; Moreno ya abre los ojos, y, por primera vez en
esta historia, intercambia dulces palabras con Lila.
-¿Qué ha pasado? ¿Quién eres tú, niña?
Lila observaba al pequeño con atención; se sentía
un poco desencantada, pues no era tan pequeño como
había dicho el doctor; su pelo, eso sí, hacía honor a su
nombre, así como su piel, tostada y ajada por el día y
medio que había pasado tumbado sobre las arenas del
Desierto Azul.
-¿Tú eres Moreno?
-¡Vaya! ¿Cómo sabes mi nombre?
-¡Pablito, entra! ¡Sí que es él!
Nadizo, que preparaba un fuerte reconstituyente a
base de raíces seleccionadas de los mejores árboles de
Ubé, abrió la puerta del coche y miró a Moreno.
-Hola, soy el doctor Nadizo -se presentó -. Supon-
go que habrás oído hablar de mí, soy uno de los más
ilustres doctores de Ubé.

82
-¡Claro que he oído hablar de usted! Precisamen-
te, antes de mi partida, estuve ojeando uno de sus vo-
lúmenes sobre la influencia de la topografía en el com-
portamiento de las personas.
-Ah, ¿y qué te pareció?
-Correcto, si me permite la osadía. Sus plantea-
mientos son atrevidos, pero precisamente es ese..., esa
originalidad, diría yo, lo que hace que, a veces, no se
sostengan más que por unas verdades muy obvias.
-Interesante. Pero quiero ejemplos.
-Pues me viene a la cabeza su defensa de la an-
gustia serena para definir las características de los ha-
bitantes del Valle de los Bibliófilos1. No creo necesario
vivir en un valle para sentirse angustiado.
-Pero no es exactamente eso. La angustia ya es
inherente a los vallenses, eso lo debes saber. Pero yo
incido, o al menos quiero incidir en su serenidad; saben
que la causa de que su valle se hunda es el sobrepeso
y, sin embargo, no dejan de comprar libros... Es una
aceptación madura de la fatalidad, ¿comprendes?, re-
flejada a través de una topografía concreta.
-No sé de qué estáis hablando -intervino Lila -,
pero me estoy aburriendo. ¿Que tal si vamos tirando?
Nadizo y Moreno miraron a la pequeña sin atre-
verse a decir nada.
-Si queréis conduzco yo, así podéis hablar de
vuestras cosas.

1
Valle situado en la parte meridional de Ubé. Son tantos los libros que poseen sus habitantes
que el sobrepeso conlleva, año tras año, un hundimiento mayor del valle.

83
-No, mejor conduzco yo -dijo Nadizo -. El terreno
es peligroso. Moreno, tienes que contarnos qué ha pa-
sado.
-Qué ha pasado... Sí, ahora recuerdo... Dejadme
unos minutos en silencio, intentaré recordarlo todo para
haceros una exposición correcta de los acontecimien-
tos.
Lila miró a Moreno con recelo; le parecía muy raro.
Pero respetó el silencio que el pequeño había pedido.

Ciertamente, el silencio que había solicitado More-


no iba a ser muy largo; no fue hasta la madrugada,
mientras los ojos del doctor Nadizo pedían a gritos
(pues hablaban) un descanso, cuando Moreno, satisfe-
cho de la estructura que le había dado a su historia, se
decidió a hablar. Despertó suavemente a Lila, que dor-
mía a su lado, y, osando alcanzar las cotas de elegancia
de un narrador profesional, comenzó:
-Al salir de Ubé ya sabía que me iba a encontrar
con situaciones adversas; no es normal que un niño de
mi edad haga estos viajes tan largos. He conocido a di-
versas gentes, como los extraños habitantes de la Lla-
nura, que ríen durante el día por cualquier motivo y llo-
ran por las noches sin pena aparente. Os aseguro que
es un lugar demencial. O como aquella otra población,
cuyo nombre ahora no recuerdo, en el que la moneda
de cambio era el elemento líquido, y nadie se atrevía a
beber demasiada agua, sin hablar ya de preparar zu-

84
mos o cualquier otro licor... También, debo reconocerlo,
he pasado momentos agradables, en compañía, por
ejemplo, de la tribu de las semilleras, que fecundaban a
sus hijos con agua de un manantial secreto, y cuyos
hombres, que no servían para mucho, eran utilizados
como bufones...
-¿Y ahí te lo pasaste bien? ¿O es que te hiciste pa-
sar por Morena? -intervino Lila.
-No, nada de eso; lo que ocurre es que los meno-
res de catorce años eran atendidos con todos los hono-
res, fueran varones o hembras, y me pasé dos buenos
días pintando con ceras en tablillas de madera, je, je...
-No le veo la gracia. Si eres hombre, hay que ser
tonto para que te lo pases bien pintando si sabes que
vas a acabar haciendo de payaso.
-No, no te confundas -replicó Moreno en tono dis-
tinguido -; esa es la concepción que tú tienes de las co-
sas, pero para ellos es muy natural su función.
-No me creo nada. Vaya tontería.
-Hay culturas -intervino Nadizo -que tienen pautas
de comportamiento totalmente sorprendentes para no-
sotros.
-Ah, ¿estás con él?
-Yo no estoy con nadie. Sólo te explico.
Lila se enfurruñó y no dijo nada más. Así que Mo-
reno siguió hablando:
-No obstante, el pueblo más extraño que he visita-
do fue... la Aldea de Un Solo Habitante. Viniendo desde

85
el sudoeste, que es desde donde vine yo, es el último
pueblo habitado que se encuentra uno antes de entrar
en el Desierto Azul. Su único habitante es un anciano
loco que ya no distingue la realidad de la ficción; lo sor-
prendente es que ha construido un entramado de espe-
jos que dotan a las calles, allá por donde él pase, de
una inusitada vibración; cientos de cuerpos se mueven
arriba y abajo, y no son más que su propio reflejo distri-
buido entre el vacío...
-Te lo estás inventando -se quejó Lila -. Pablito, ¿tú
te lo crees?
-Lila, no sé por qué no habría de creérmelo.
-Es cierto -dijo Moreno.
-Es una mentira así de grande. Nos quieres impre-
sionar.
-Moreno -dijo Nadizo -, sigue con tu relato, por fa-
vor. Lila, escucha lo que cuenta, es muy interesante.
-En la Aldea de Un Solo Habitante -prosiguió More-
no -me ocurrió un hecho singular: Cuando me acerqué
para hablar con el viejo, éste dio un salto hacia atrás;
estaba poco acostumbrado a hablar con gente, me con-
fesó, y aquel mismo día yo era el segundo visitante del
pueblo. Aquello me intrigó mucho; ¿quién, y por qué,
había ido hacia el Desierto Azul? ¿Sería un convecino
de Ubé, valeroso y decidido como yo, dispuesto a en-
contrar, también por su cuenta, la Planta Anfibia? Des-
graciadamente, o eso creía yo entonces, no lo volví a
ver... hasta el punto en el que me recogisteis.

86
“Yo acababa de entrar en el Desierto Azul; me de-
tuve un momento para otear el horizonte y tratar de
averiguar, a través de mi intuición y teniendo en cuenta
la situación del sol, qué camino debía escoger. Enton-
ces apareció tras de mí el tipo más horrendo que haya
visto en mi vida; polvoriento, seco, de rasgos duros y
desafiantes, mirada siniestra, sonrisa diabólica y uñas
afiladas como pezuñas de jabalí. Nada más verle eché a
correr. Me dio miedo. Y de repente noté un golpe muy
fuerte en la cabeza y... bueno, después abrí los ojos y
tenía a Lila delante. Del coche, ni rastro; evidentemente
me lo robó. Pero, si no era un habitante de Ubé, ¿para
qué?
-Sí, es extraño... -dijo Nadizo -. Lila, ¿no sería aca-
so tu padre? ¿Sabes si tu madre le ha explicado en car-
tas la enfermedad de tu abuelo?
-Pues claro que sí. Pero mi padre, te recuerdo, ni
tiene pezuñas de jabalí ni va pegando a los niños.
-Es que el abuelo de la chica está enfermo, y va-
mos para Arriba a encontrar una planta que necesita
para la curación.
-Espera... -dijo Lila. Para después añadir -: No, no.
No puede ser.
-¿Qué? -preguntó Nadizo.
-Me preguntaba si no serían los músicos de Armo-
nilandia... Ellos también van a Arriba a buscar una plan-
ta... Pero ninguno de los músicos que vi marchar tenían

87
esa pinta. Además, qué tonterías digo, eran muy sim-
páticos.
-Entonces... -Moreno pensó un instante -. Vaya us-
ted a saber.
Nadizo detuvo el coche; no podía más.
-Chicos, esta noche, si no os importa, pararemos
aquí. Tampoco creo que os importe mucho, las vistas no
son muy variadas...
-Si quiere conduzco yo -se ofreció Moreno.
-No, pequeño, descansa. Mañana tendrás que tur-
narte al volante con Lila.
-¿Y por qué no conducirás mañana? -preguntó
Lila.
A lo que el doctor Nadizo, sin poder mirarle a la
cara, le respondió:
-Porque mañana me voy con mi patinete.

88
7

En un alarde inconsciente de conocimiento univer-


sal, Lila, que acababa de ser despertada por un rayo de
sol, miró por la ventanilla del coche y murmuró:
-Como ya no es de noche, amanece.
Sintió un extraño temblor en el cuerpo. En el De-
sierto Azul, como en todos los desiertos, tras una noche
helada llegaba una mañana calurosa; y en la intersec-
ción de ambas temperaturas se hallaban nuestros tres
viajeros, cuando la templanza destempla todavía los
cuerpos.
Nadizo y Moreno todavía dormían. La pequeña
abrió silenciosamente la puerta única del coche, y dio
unos pasos por la arena sin comprender muy bien el
motivo de su cometido. Miró a su alrededor; soplaba
una brisa juguetona, ya cálida, con sus aromas de vera-
no, ya helada, hermana de tardes solitarias en el paraje
granítico. Nada más. Porque no había nada más en lo
que fijarse; si acaso, el cielo azul, el sol nuevo, el hori-
zonte limpio.
Desayunaron alegre y copiosamente: peras, man-
zanas, fresas, algunos cítricos y, sobre todo, plátanos,
que el doctor aconsejó por su alto valor energético. Na-
dizo les mostró -Lila aún no lo había visto -el patinete
con el que seguiría su viaje en busca de la Planta Anfi-
bia; Moreno, que no había acabado de comprender por
qué debía hacerse cargo de Lila en lugar de continuar

89
su carrera independiente, dio muestras de admiración
al comprobar el ingenioso mecanismo que dotaba de
una velocidad inusitada al aparato del doctor. Una cinta
deslizante, que envolvía la plataforma donde Nadizo
apoyaría los pies, hacía las veces de ruedas; la turbina
solar podía hacer que el ingenio alcanzar muchos kiló-
metros a la hora; era, en fin, un instrumento curioso y
práctico.
-Cuando volvamos a casa -preguntó Lila -, ¿me
regalarás uno igual?
-Claro -contestó Nadizo con una sonrisa.
Moreno aprovechó unos instantes en los que la
niña se había ocultado tras el coche para hacer unas
necesidades fisiológicas para, recatadamente, decirle a
Nadizo:
-¿Es necesario que la niña y yo nos quedemos jun-
tos?
-Pues sí. Me da miedo dejarla sola, acaba de
aprender a conducir. Y uno nunca sabe.
-Ya, pero...
-Es así. Os irá bien conoceros.
-Mire, doctor, yo había venido a buscar la planta.
He dejado mis estudios a medio curso, mi madre nece-
sitan que se mantenga mi beca porque no somos preci-
samente ricos... Yo ya tengo buenos amigos y amigas
en Ubé.
-Acuérdate que la niña necesita curar a su abuelo.
-No es lo mismo.

90
Moreno, que iba a seguir hablando, calló, pues
Lila, que daba la vuelta al coche, ya volvía a estar junto
a ellos.
-Chicos, dijo el doctor -, ¿qué os parece si brinda-
mos por mi partida? Llevo en la guantera algo del licor
de los abuelos extraterrestres, ¿eh, Lila? Pronto caerá la
tarde, y quiero pasar la noche en un lugar tranquilo.
-¡Oh! ¿Y dónde dormirás?
-Está todo previsto... Mira.
El doctor Nadizo accionó un resorte oculto bajo el
patinete e instantáneamente se desplegaron varias te-
las salidas de no se supo dónde.
-Es una tienda de campaña plegable, ¿veis? Esta
tela dura me hará de suelo; con esta cola extrafuerte
haré rocas de puñados de granos de arena.
-Prodigioso -dijo Moreno.
Nadizo fue hasta la guantera y volvió con el
aguardiente y tres vasitos pequeños de papel.
-Aquí está. Ya veréis que buena siesta que dormís.
Porque, eso sí, no quiero que conduzcáis a media tarde;
las insolaciones son terribles. Os ponéis la refrigeración
a tope, sacáis el toldo que hay en el maletero y descan-
sáis. Lila, me parece que aquí no podrás hacer muchas
prácticas de aparcamiento.
-Haré lo que se pueda -dijo Lila, y los tres rieron.
Después bebieron el aguardiente y decidieron por quién
brindarían: Lila dedicó su vaso a Crisanto, su abuelo;
Moreno, a su pueblo natal por entero; Nadizo, tras un

91
momento de reflexión, decidió dedicar el suyo a Lila y a
Moreno.
-¡Ay! -dijo Lila -, pues yo te lo dedico a ti.
-Eso no se cambia -dijo Moreno -. Si no, vaya gra-
cia.
-Oye, yo lo cambio si quiero.
-Niños... se puede dedicar a varias cosas y en paz,
¿de acuerdo?
Y como los pequeños estuvieron de acuerdo, el
aguardiente viajó hacia nuevos mundos, recorriendo las
faringes de aquellos tres cuerpos, entrando en contacto
con sus sentidos, y dejando, en la boca, un sabor áspe-
ro y etílico.

Nadizo se alejó sin mirar hacia atrás. Lila y Moreno


lo despedían sonriendo. Unos minutos más tarde, la fi-
gura del doctor se había desintegrado. Lila miró a More-
no y, con la voz rota por el aguardiente, murmuró:
-¿Hacemos una siesta?
Durante su sueño, revivió la escena de la mañana
de una manera peculiar. Salía, como en la realidad, a la
arena; Pablito y Moreno roncaban. Miraba al vacío,
como había hecho al levantarse; pero, de la nada, sur-
gía un rumor vago, incierto, un rumor que iba cobrando
forma y transformándose en notas musicales. Lila mira-
ba a izquierda y a derecha; no había nadie, luego la
música que oía estaba siendo imaginada; y cerraba los
ojos para oír la melodía que llegaba a su ser, descu-

92
briendo, estupefacta, que era el tema “Adiós a Violeta y
Lila” con algunas variaciones:

Lila chiquilla,
los ojos de almendra;
Lila que espera
sentada en su rama;
Lila esperanza
que anhela ser fuerza;
Lila se esfuerza
sobre la montaña.
Espiral que sube,
descenso que acaba.
Que el arroyo fluye.
Que queda la nada.

Se incorporó de un salto, bajó la ventanilla, sacó la


cabeza del auto y gritó:
-¡Pablito, ya sé cómo se imagina la música!
Pero, por mucho que esperó, no oyó respuesta; y
entones comprendió que Pablito, realmente, se había
ido.

93
8

Mientras el Armónico Mayor conducía, Assa hacía


sonar su trompeta a los cuatro vientos del Desierto Azul
Cobalto. Desde que habían entrado en el desierto, aun-
que no habían hablado del tema todavía, ambos se en-
contraban algo desesperanzados; y no habían hablado
sobre ello porque no acababan de comprender cuál era
el motivo de su desesperanza. Por suerte, su duda que-
dará resuelta para nosotros de inmediato: y es que, sin
saberlo, los dos músicos añoraban una audiencia que
degustara sus notas, alguien a quien dedicar sus impro-
visaciones y con quien charlar después, saciados de
melodías, delante de una cerveza, en alguna plaza
como la de Buenperro, que tantos y tan buenos recuer-
dos les deparaba.. Pero los días pasaban y cada vez ha-
bía menos indicios de vida: los extraños animales que
habían ido viendo, resistentes a una vida con escasa
agua, ya no asomaban en el tramo central del desierto.
Alguna planta de secano, poco más. Y Assa interpreta-
ba a su manera el hecho de la soledad, a través de la
trompeta polvorienta, mientras el Armónico, volante en
mano, centraba sus pensamientos en la Planta Fusa, en
la finalización de La Gran Obra. De repente detuvo el
coche, se giró hacia Assa y recitó:

Zozobra
en cada maniobra

94
pensando
en La Gran Obra.
La música.

-Te ha salido un poema extraño –dijo Assa.


-Ya lo sé. Creo que me falta la gente.
-¿Qué gente, Ármon?
-No lo sé. Me da igual. Necesito a mi gente, o a
otra, pero... ¿No sientes una opresión en el pecho? Se
me hace difícil... mira, se me hace difícil ni siquiera ex-
plicarlo.
-¿Qué pasa? ¿No estás bien conmigo?
-¡No es eso! Claro que estoy bien contigo.
Callaron y el Armónico volvió a arrancar el coche.
Al cabo de un rato, Assa dijo:
-A mí me pasa lo mismo. Tampoco sé cómo expli-
carlo.
-Entonces, ¿cómo sabes que es lo mismo?
-No sé. Pero lo intuyo.
-Yo también lo intuyo.
-¿El qué?
-No lo sé, Assa. Pero sé que debe ser lo mismo
que intuyes tú.
Y volvieron al silencio. Era triste no poder comuni-
carse. Y contradictorio; porque en la soledad del desier-
to, así lo habían pensado, iban a comprenderse mejor;
pero necesitaban aquella abstracción que llamaban
gente, y que era en realidad cada una de las personas

95
que conocían, o que habían conocido, o que habrían de
conocer, para encontrar en su comunicación un refe-
rente externo.

Al caer la noche (una noche más en su soledad


compartida), desplegaron el plano de Todo intentado
calcular cuánto faltaba para llegar hasta Arriba. ¿Cinco
días? ¿Seis? ¿Cuántos soles? ¿Cuántas lunas? Decidie-
ron que, si descansaban poco, podrían llegar en tres
días; no es que lo creyeran firmemente, pero era una
manera de darse aliento ante la posibilidad de volver a
ver vida en breve.
Protegieron el coche con una gran manta térmica
y prepararon la cena. De repente estaban más anima-
dos; chismorrearon un rato respecto a los habitantes de
Armonilandia, jugando a adivinar futuras relaciones en
su regreso a casa; después se aventuraron a describir
cómo serían las gentes de Arriba, de quienes poco o
nada sabían; también creyeron oler los efluvios de la
Planta Fusa; y entre risas descubrieron que el deseo
proyecta su esencia hacia delante, hacia lo que vendrá,
y sintieron que en los días que habían pasado oprimi-
dos por ese peso extraño habían olvidado proyectar
esas ilusiones; y quizás fue este descubrimiento lo que
hizo que el postre, unas natillas de ron y canela que ha-
bía preparado el mismo Assa, tuviera un sabor dulce y
jugoso.

96
Dormid, armonilandos, descansad en esta noche
de paz. Porque el alba se acerca; se acerca el sol de la
mañana con sus rayos abrasadores y su arena seca.
Reposad, que no todos los viajeros de este desierto van
a poder hacerlo. No, no os asustéis: no estamos hablan-
do de Lila y Moreno, que están empezando a conocer-
se, a gustarse y disgustarse en cada comentario, en
cada nueva sorpresa; ni de Nadizo, que medita en su
tienda de campaña hinchable; hablamos de ese ser con
pezuñas de jabalí, del hombre que no quiere ser huma-
no sino divino. Porque La Sombra ha tenido la habilidad
suficiente de robarle el coche a Moreno (si a esto se le
puede llamar habilidad); ha podido adentrarse en el de-
sierto mientras la fruta duraba... Pero, ¿acaso conoce él
el funcionamiento de los coches? Su virtud es su casti-
go, triste moneda de doble cara. La Sombra pertenece
a la Naturaleza, siendo su ser, en cierto modo, puro;
pero, ¡ay de esa sed de eternidad! ¡Cuidado, Sombra
inconsciente! Muy cerca de donde los armonilandos
duermen, el salvaje llora. Y llora porque su coche se ha
detenido. Tampoco éste es eterno. Ha intentado hablar-
le, hacerle entrar en razón; le ha preguntado por qué,
por qué, pero el coche ha seguido mudo, indiferente ya
a motivaciones y esperanzas. En un momento de ternu-
ra (¡qué pensabais!, ¡también él es humano, a fin de
cuentas!) ha besado el capó creyendo que había muer-
to. Y el coche del pequeño Moreno ha sido abandonado
en aquellas dunas, y La Sombra, dolido por esa nueva

97
demostración de finitud, ha echado a correr, huyendo
de ese algo incomprensible para él, ese algo llamado
Devenir de las cosas. En su tránsito alocado, amigos, ha
llegado a divisar una forma en la lejanía. ¡Él que siem-
pre ha vivido en la oscuridad, en lo oculto! ¿Por qué co-
rre hacia ella? ¿Por qué siente una especie de alivio, de
no encontrarse solo? Ah... quién lo puede saber. Pero ha
corrido, ha mojado la arena con sus lágrimas, ha trope-
zado varias veces, y ya está aquí, ya percibe que esa
forma es una manta, ya la levanta, ya descubre los ron-
quidos de Assa y el Armónico en su interior...

El Armónico Mayor levantó la cabeza de repente.


Ni un solo ruido podía haber oído, y sin embargo, tal es
el extraño poder que habita en el ser humano, había
notado la presencia de vida nueva, un elemento de co-
municación desconocido.
Una cara bañada en lágrimas le miraba desde
afuera.

98
9

-Todas las plantas tienen nombre –dijo Moreno.


-Pero no son ésos –contestó Lila -. La Curiosa, ¿en-
tiendes?, es la que abre sus pétalos por la tarde, cuan-
do el sol se pone.
-No puedes usar nombres inventados.
-¡No me los invento yo! En todo el Valle Cuadrado
te entienden cuando hablas de la Curiosa.
-No te creo.
-Desconfías.
-Es que son otros nombres.
-Tú no sabes nada.
-Pues muy bien.
Lila rabiaba. Era imposible ponerse de acuerdo.
Aunque usaban las mismas palabras, no las usaban
para decir lo mismo. Y cuando intentaba explicarle a
Moreno todas las cosas que conocía del Valle Cuadrado,
el pequeño habitante de Ubé contestaba siempre que
no; que no era así, o que no se decía así, o que no po-
día explicarse así. Era difícil hablar con alguien que
siempre decía no. Cada charla se convertía en una lu-
cha. Y era por eso que, entre lucha y lucha, había largos
tramos de silencio, en los que se dedicaban, simple-
mente, a conducir.
Si por Moreno hubiera sido, habría seguido su via-
je hasta la planta salvadora solo. Sus estudios se retra-
saban. O eso creía él. Porque había veces en que, sin

99
llegar a comprenderlo, su alma se iba agrandando, se
ensanchaba hacia regiones desconocidas, tan descono-
cidas como ese desierto Azul que atravesaban. Cuando
atardecía, mezclándose el calor seco del día con la brisa
nocturna que helaba las arenas, Lila aprovechaba para
salir y bailar un poco. Moreno se quedaba en el coche,
con la ventanilla bajada, y la observaba embobado. To-
dos los gestos de Lila no eran más que movimientos en
el aire, cierto; pero había algo en ellos, así lo pensaba el
niño, que, aun escapando a su comprensión, le dejaban
maravillado y despertaban en él una curiosidad que no
acababa de entender. ¿Qué significaba este o aquel
gesto? ¿Por qué de repente sentía alegría o pena, por
qué le hacía reír esta o aquella pirueta? Había algo, algo
que se removía en sus entrañas eruditas, y no com-
prendía este algo; y movido por un orgullo silencioso,
callaba y no preguntaba. Hasta el día en que no pudo
más. Hubo un movimiento de Lila, uno que había visto
varias veces (pues ya los reconocía) que le aguijoneó el
estómago como un alfiler caliente. Pensó en su madre y
en todos los habitantes de Ubé, y los vio inundados de
agua. Vio a todos los habitantes de Un Lado luchando
contra ese rey, Neptuno, que les hacía la vida imposible
con su capricho. Vio al Doctor Nadizo, al que había co-
nocido brevemente, queriendo ayudar a su pueblo. Y no
fue exactamente una visión, ya que su mente no dibujó
formas concretas; más bien sintió a cada una de las
personas que le concernían; y les dio las gracias en si-

100
lencio, sin saber por qué. Todo esto procesó a través del
movimiento preciso de Lila. Y no pudo más. Lila acabó
su danza y entró en el coche riendo (siempre que aca-
baba de bailar, por algo era buenperruna, reía). Y More-
no, el orgulloso estudiante, le dijo:
-Me ha gustado mucho.
-¿Qué?
-Que me ha gustado mucho. Bueno, en realidad
siempre me gusta cuando bailas.
-Gracias.
-Pero no acabo de entender qué significan todos
tus gestos.
-¡Ni yo! – contestó Lila.
-¿No? ¿Y cómo puedes hacer algo que no sabes lo
que es?
-No lo sé. Yo sigo el movimiento del aire. El aire
me dice por dónde tengo que ir.
-¡No puede ser! ¡El aire no piensa! ¡No te puede
decir nada!
Lila miró a Moreno con curiosidad. Tampoco ella,
se dio cuenta entonces, le había observado hasta ese
momento. Cierto es que lo miraba al hablar, pero no
miraba por debajo de su piel. De repente lo observó,
con detenimiento, y vio que era un niño indefenso, algo
menor que ella, un niño que no comprendía que el vien-
to hablara. Pero en lugar de sentir pena o desprecio,
sintió una comprensión profunda. Así pasan las cosas a
veces. Tuvo ganas de explicarle por qué el viento, o el

101
agua, la lluvia, la tierra que pisaban en sus hogares, ha-
blaban. Aunque no había palabras para explicar eso, y
lo sabía.
-¿Por qué no sales a bailar conmigo? Es divertido.
-No, yo no sé... Prefiero mirarte.
-Cuando bailas lo entiendes mejor.
Pero a Moreno seguía dándole vergüenza mover-
se, moverse al compás de una brisa o de una tormenta.
Sin embargo, a partir de aquel momento, ambos
se comprendieron mejor. Lila bailaba más a menudo,
sin sentirse ya cohibida por mostrar sus gestos a More-
no; él le explicaba sus estudios, aceptando que en
Buenperro todo aquello se viera de manera diferente.
En secreto sentían un afecto sincero cada uno por el
otro. Tan sincero que dejó de ser secreto rápidamente,
pues las cosas sinceras no tienen miedo a salir al exte-
rior; y menos en un desierto.

Una tarde Lila estaba apoyada en la ventanilla del


coche, descansando la cabeza sobre los brazos cruza-
dos. Pensaba vagamente en Planta Única, la que salva-
ría a su abuelo, o al menos le aliviaría de ese dolor des-
conocido. ¿Cuánto quedaría para llegar a ella? Buscó
con la mirada a Moreno, que descansaba en el asiento
de atrás.
-Moreno... ¿estás despierto?
-Sí –contestó el pequeño.
-Quiero tener ya la planta.

102
-Queda poco.
-¿Cuánto es poco?
-No lo sé.
Lila salió a la arena y se puso a bailar con suavi-
dad. Sus gestos eran ligeros y precisos. Tenía en su
mente a la planta, pero también a las plantas de More-
no y Nadizo, y a los armonilandos y su planta musical.
¿Cuánto faltaba para llegar a todas ellas? Su inquietud
se transformó en un baile espirílico; giraba como una
peonza, extendiendo los brazos, levantando una espe-
cie de humo con sus pies descalzos. Moreno, que ya la
miraba desde el coche, advirtió que el aire empezaba a
llenarse de polvo. Un polvo dorado e inquietante, espe-
so. Lila cerraba los ojos mientras su cuerpo seguía los
movimientos de aquella corriente desconocida. Poco a
poco, el polvo dorado fue convirtiéndose en granos de
arena. Se levantaban del suelo llamados por una voz in-
visible que les impedía estarse quietos. Moreno miró a
la lejanía y no pudo distinguir las dunas que sus ojos
veían a diario, siempre cambiantes. Volvió a mirar a Lila
y apenas la distinguió; ella bailaba y bailaba, y sus mo-
vimientos se mezclaban con el viento y la arena, in-
conscientes de lo que estaba ocurriendo.
Moreno no podía salir del coche. La puerta había
quedado atascada por la arena que se había amonto-
nado alrededor. Le dijo a Lila que entrara rápido, por la
ventanilla, pero Lila ya no le oía. La ventisca era ensor-
decedora. ¿Dónde se encontraba la pequeña, que ya no

103
atendía a sus palabras, sus gritos desesperados? No va-
mos a tardar mucho en descubrirlo. Estaba oyendo una
música que venía de alguna parte del desierto, o quizás
la estaba imaginando; era la música de los armonilan-
dos, una de sus bellas tonadas; y entre la furiosa tor-
menta sonaban, dulces, estos versos:

Desierto de azul cobalto...


Noche de verde esmeralda...
Día de la arena fina...
La luna, de miel helada...
Granítica melodía
en Lila, niña que baila...
Tormenta, sirve de manto
al gesto que se levanta...
Del desierto azul cobalto,
luna de verde esperanza,
arena es la niña Lila...
Moreno la mira y calla...

-¡Lilaaa! ¡Lila, entra!


Era imposible que le oyera. La tormenta tenía la
fuerza de mil manadas de elefantes. ¿Qué hacer? Tam-
poco podía salir del coche. Apenas distinguía ya el cuer-
po de la pequeña, que, embriagada en su gesto, empe-
zaba a moverse con dificultades.
Moreno salió por la ventanilla aterrorizado. La are-
na le golpeaba en todas las partes de su pequeño cuer-

104
po; el de Lila estaba sobre la arena, cubierto hasta la
cintura. Tiró de él como pudo hasta que empezó a mo-
verse. Temía hacerle daño. Poco a poco la fue llevando
hasta el coche, cubierto casi por completo de esa arena
furiosa y juguetona, inconsciente de sus actos. Por den-
tro, el coche también se había llenado de arena. Entró a
Lila por la ventanilla y después se metió él. Tuvo un
poco de miedo, porque ella, en su delirio, apenas respi-
raba. Subió la ventanilla del coche y éste empezó a mo-
verse violentamente a izquierda y a derecha. Lila mur-
muraba:
-¡Pablito...! ¡Tapa a Pablito...! ¡Tapa al abuelo...!
Y entonces llegó la ráfaga más violenta. Moreno
notó que se elevaban en el aire. Se apretó a Lila con to-
das sus fuerzas y cerró los ojos.
Y en medio del Desierto Azul Cobalto se pudo ver
un torbellino gigantesco; y si uno se fijaba bien, en su
centro había un coche, y dentro estaban Lila y Moreno.

105
10

El doctor Nadizo asomó la nariz fuera de su tienda


de campaña y miró asombrado. No muy lejos, frente al
sol abrasador que se ponía, se levantaba una tormenta
de arena de dimensiones incomprensibles para su vis-
ta. Sintió ganas de expresar su asombro con un grito,
un alarido, un ladrido, lo que fuera, pero la voz se le
quedaba en la garganta y se negaba a salir. La tormen-
ta, poco a poco, debido a algún fenómeno meteorológi-
co desconocido para él, se condensaba formando un
torbellino devastador. No sabía si se acercaba o se ale-
jaba, pues la medida del espacio se hacía difícil en
aquella nada uniforme. Quizás avanzaba hacia otro
lado, pero, ¿y si venía en su búsqueda? “No queda otra
solución”, penso el doctor. Deshizo la tienda de campa-
ña, la guardó, montó el patinete, se puso su abrigo po-
lar y marchó rumbo a Arriba.
Mientras avanzaba, sus pensamientos se movían
en un vaivén agitado de Lila a Ubé, su querido pueblo,
y de ahí se adentraban en Moreno, el niño de cinco o
siete años, y de Moreno saltaban a los armonilandos, de
quienes recordaba la música que había ofrecido en la
plaza de Buenperro. Todo era un torbellino de ideas.
Buscó en la disposición de las estrellas una manera de
orientarse; como era hombre de mundo, la encontró. La
tormenta de arena le perseguía, pero no quiso ponerse
nervioso. En peores situaciones había estado. Tosió un

106
poco; no podía distinguir ya si el polvo que había a su
alrededor era el que levantaba su patinete o si la tor-
menta estaba más cerca de lo que creía. Recordó el
agua que asolaba Ubé y quiso un poco, sólo un poco
para calmar la furia que se había desatado en el Desier-
to Azul Cobalto. Las arenas verdes temblaban a sus
pies.
-¡No entiendo nada! –le gritó al vacío, y se sintió
un poco mejor.

Mientras tanto, Assa y Armónico Mayor se empe-


ñaban en que La Sombra se protegiera en su coche.
Pero la Sombra se negaba a entrar. Corría junto al auto-
móvil de los músicos a una velocidad inaudita. Por las
noches dormía al raso, como si su alma encontrara
compañía en ese frío seco. Los armonilandos le pregun-
taban cómo podía vivir en el desierto, y si eran muy fre-
cuentes esas tormentas, y si tenía familia o algo pareci-
do. La Sombra les miraba desconfiado. ¡Qué sabrían
ellos!
Sin embargo, acabó por entrar la noche de la tor-
menta. No podía seguir corriendo, tenía el presenti-
miento de que la tormenta estaba cerca. Detuvo el co-
che y pidió con un gesto que abrieran la puerta. Los ar-
monilandos lo acogieron con sorpresa, pues ya no creí-
an que fuera a entrar nunca, y echaron encima la man-
ta para protegerse mejor.

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-Pero dinos algo –dijo Assa -. Mira, éste es el Armó-
nico Mayor, principal de Armonilandia; seguro que has
oído hablar de nosotros, somos músicos conocidísimos.
Yo soy Assa, ¿me entiendes?, Assa.
-Está claro que no nos entiende –dijo el Armónico.
-Claro que os entiendo –dijo la Sombra. Y su emo-
ción estuvo cercana a la que siente el narrador; porque,
por primera vez, su angustia ha salido a la superficie;
¡la Sombra habla, HABLA! Toda su huida hacia Arriba ha
encontrado, por fin, un instante de comunicación. Por
favor, permitidme que me detenga aquí un momento.
Ya sé que nuestra mayor preocupación, ahora, es la
suerte que puedan sufrir todos nuestros amigos, por-
que sus vidas corren serio peligro en medio de esta fu-
ria verduzca. Pero, ¡la Sombra ha hablado! Permitidme
maravillarme ante este milagro. Él recuerda que una
vez, hace tiempo, habló; es más, habló como hablan
Lila y Moreno, queriendo comprender por qué lo hacía.
La Sombra recuerda, después de sus palabras, que una
vez hablaba a diario, mezclado con otras gentes; no
quiere volver a ese recuerdo porque le es doloroso.
Aunque las comparaciones no llevan a ninguna parte,
está comparando todos los años de silencio en su cue-
va con aquel otro tiempo, enterrado en sus entrañas,
en el que comprendía las cosas de otra manera, con
otros colores. ¡Sombra, bienvenido de nuevo! ¡Has ha-
blado! ¿Cómo has derribado esa puerta? ¿Por qué no
sales del coche y corres, como has hecho tantas veces?

108
Algo ha brotado en ti que te ha dicho: no, ahora no es el
momento de correr. Ahora es el momento de mirar a
Ármon y a Assa; de oír, bajo el murmullo creciente de la
tormenta de arena, sus respiraciones. Sí, Sombra, eso
duele; decir “claro que os entiendo” y permanecer quie-
to, a la espera de una respuesta, no es fácil. Pero lo has
conseguido. Y es por eso que los armonilandos, intu-
yendo tu desgracia, han sacado sus instrumentos y han
empezado a tocar. ¿Lo ves, Sombra huidiza? Están to-
cando para ti. Te dedican sus notas y tú las recibes
asombrado. Porque imitan los sonidos de la naturaleza,
esos que conoces tan bien, los envuelven en sus dedos,
los reinterpretan para que puedas apreciarlos. Y no te
piden nada a cambio, Sombra, son para ti, sólo para ti...

En ese momento la tormenta les alcanzó de pleno.


El coche de los armonilandos se movió con violencia y,
tal como pasara con el del doctor Nadizo, empezó a
elevarse, engullido por el torbellino que cruzaba el de-
sierto.

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11

Algunos días después llegó a Buenperro la noticia


de la tormenta de arena. Todo el Valle Cuadrado cono-
cía ya la marcha de Lila, que pretendía curar a su abue-
lo con una planta de efectos mágicos. Allá donde fuera
Violeta, su madre, se le preguntaba por la niña. Pero
Violeta sólo podía responder con un lacónico “no sé” a
la curiosidad de sus convecinos, porque nada sabía.
La tormenta puso triste a Violeta. Limpió la casa
dos veces por el mero hecho de sentirse ocupada. Se
sentó a los pies de la cama del abuelo y se maravilló de
que todavía siguiera vivo. El anciano Crisanto deliraba
cada vez más a menudo, y las cosas que decía no tení-
an ningún sentido para su hija. A veces despertaba de
ese mundo extraño por el que parecía navegar y le pe-
día a Violeta que bailara un poco para él. Y Violeta bai-
laba, igual que, por las calles, lo hacía continuamente el
pueblo en honor a la suerte de Lila. Aunque sabía que
su hija estaba viva (las madres poseen un sexto sentido
para sentir o no el latido de sus hijos), temía que no se
encontrara del todo bien. Las informaciones sobre lo
que había ocurrido en el desierto eran tremendistas, y a
veces contradictorias. Se decía que había sido asolado
por una gran agua helada y se había convertido en un
lago muerto, inmenso, sin vida; después se aseguraba
que no era agua lo que había caído, sino toda la arena
del resto de Todo; que los montículos arenosos se habí-

110
an convertido en piedra; que los colores nocturnos eran
ahora rojizos; que había sido tomado por unos seres lle-
gados desde algún punto de la galaxia... en fin, cada
cual daba su versión de los hechos. Violeta, inconscien-
temente, sabía que había sido una simple tormenta de
arena, pero Lila y el doctor Nadizo podrían no estar pre-
parados para soportarla. Y vivía unos días de angustia y
otros de esperanza. Preguntaba a Salvador, el cartero,
si tenía noticias claras de lo que estaba pasando; pero
el cartero se encontraba como los demás, superado por
todos los comentarios que brotaban de no se sabía
dónde, y que se extendían y se deformaban por los lu-
gares no se sabía cómo.
Jacinto, el padre de Lila, escribía a Violeta regular-
mente. Las cosas en Ubé tampoco iban mucho mejor.
Se esperaba con impaciencia la llegada de Moreno, el
valeroso estudiante de cinco o siete años que había
partido en busca de la planta soñada por Neptuno, el
rey caprichoso. Se empezaban a crear grupos de resis-
tencia, ya que había quien consideraba que el rey se
estaba empezando a pasar de la raya. Estos grupos
atacaban indiscriminadamente las posiciones de Neptu-
no, a lo que Neptuno respondía con más y más agua.
¿Y Armonilandia? El país de los músicos era quien
aceptaba con más alegría la noticia de la tormenta. Se
organizó un concurso en el que se invitaba a todos sus
habitantes a reproducir musicalmente el sonido de la
arena en el aire; rápidamente se apuntaron todos, y la

111
comisión organizadora se vio desbordada ante tal canti-
dad de propuestas. Pensaréis que eran unos insensi-
bles, que no se preocupaban por la suerte que pudieran
correr el Armónico Mayor y Assa. Pues nada de eso; lo
que ocurre es que se expresaban a través del sonido,
pues así funcionaba la cultura de sus sentimientos. ¿Ex-
traño? Quizás. Pero lo es para nosotros, no para ellos.

¿Qué es lo que, en realidad, había pasado? Nadie


podía imaginarlo. Ni siquiera Federico el tabernero, que
acariciaba su largo y hermoso mostacho mientras con-
jeturaba hipótesis disparatadas aceptadas con respeto
por los clientes de su taberna. El remolino de arena, el
torbellino devastador, había contenido, durante un mo-
mento, a todos los viajeros de esta historia. Todos pro-
tegidos excepto, quizás, el doctor Nadizo, quien, patine-
te en mano, no tuvo tiempo más que para observar
asombrado cómo se elevaba por los aires. Pero, ¡no te-
máis!, que Nadizo aterrizará como los demás, a salvo
de lesiones. Los azares, o el destino escrito, qué más
da, quieren que al menos de momento nadie sufra
daño alguno...
La tormenta acabó de repente, como si encontra-
ra un sinsentido en su propia condición. ¿Para qué?, se
preguntó el desierto, que también sentía curiosidad por
sus acciones. Y cesó el viento, acabó la furia. Lila, que
llevaba, por casualidad, el mismo vestido que el día en
que conociera a Pablito, salió despedida por los aires en

112
una última y violenta sacudida. Y de su bolsillo saltó al
vacío un pequeño frasco. ¿Os acordáis? Era el frasco
que Nadizo, viendo la casa de Violeta poco agraciada,
le había regalado a la pequeña. El frasco se abrió y des-
cubrió sus propiedades mágicas. No nos extenderemos
ahora en el origen de su contenido: sólo diremos que
empezaron a salir de su interior pétalos frescos de to-
das las flores conocidas, más pétalos que los que cual-
quier persona sensata podría concebir. En un momento,
aquella tormenta de arena se transformó en una lluvia
de pétalos, que caían mansamente sobre el suelo del
Desierto Azul Cobalto. Y cuando los coches y las perso-
nas llegaron al suelo aterrizaron sobre un inmenso col-
chón de flores, esponjoso y suave al olfato.
Assa y el Armónico Mayor se miraron con alegría.
La Sombra les correspondió, pero, al ver lo que se mos-
traba ante sus ojos, a pocos centenares de metros, sa-
lió corriendo del coche sin despedirse.
Pablito Nadizo tosió un poco, un poco más; se sa-
cudió el polvo de las ropas y nadó entre los pétalos bus-
cando su patinete. En cuanto lo encontró, cerró los ojos
y respiró aliviado.
Moreno salió del coche como pudo y se puso a gri-
tar el nombre de Lila con la noble intención de localizar-
la. Lila apareció a los pocos minutos; se abrazaron, acto
reflejo al miedo que habían pasado, y miraron lo que ya
pensaban que nunca llegarían a ver.

113
Un gran letrero luminoso les recibía de la siguiente
manera:
“VIAJERO VALEROSO: ¡BIENVENIDO A ARRIBA!”

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