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Ocre y
Negro
Juan Fernández Segovia
Por Juan Fernández Segovia
Boecillo (Valladolid)
Entre Ocre y Negro
Era de noche. Hacía unas horas que el tañido de las campanas quebró la negrura
del cielo, anunciando que las puertas de la villa quedaban cerradas hasta el amanecer del
nuevo día. A través de los pequeños ventanales de las saeteras del templo de Santa
interior, el crujir de la madera denotaba el esfuerzo de soportar aquel cuerpo a tan alta
soportaba un pequeño cuenco de barro en el que, tan sólo, quedaba un pigmento. Era el
único que necesitaba, un color que tan sólo él podía conseguir, una mezcla entre ocre y
negro imposible de describir y que llevaba clavado en lo más profundo de su ser. Sus
de su cabeza. Sus pinceladas, más que pinceladas parecían caricias de las que brotaran
hermosas formas, surgidas del cuidado desmedido que ponía en cada uno de sus
amorosos gestos. Mientras, por su rostro corría un mar de lágrimas que morían
helada castigaba las piedras que, en irregulares hileras, conformaban los espacios de las
casas que, como lúgubres sombras, se erigían impertérritas a un lado y otro de las calles.
Todo el mundo dormía, menos él. No lo hacía desde aquella otra noche, tan distinta y
tan cercana a ésta que pasaba colgado del techo de una iglesia de una comarca perdida.
todos los rincones de la villa vieja trayendo el frescor que tanto se anhelaba en
aquellas jornadas estivales. Sentado en el patio reservado para los sirvientes, sostenía
entre sus manos el boceto de lo que sería una pintura mural. Repasaba, una y otra vez,
los trazos a carbón repitiendo, hasta la saciedad, aquellos motivos que no le convencían.
evangelistas, bajo un cielo preñado de estrellas. Los criados se afanaban por concluir las
la vida de Cristo que serían dibujadas en los huecos de las saeteras entre parajes de una
fragancia sería más parecida a la del temple y la grasa animal, se encontraba el viejo
repentina perturbación. Pronto se escucharon los primeros pasos que aprisa se acercaban
hasta donde el pintor se encontraba. El gesto del emisario parecía contrariado y hablaba
palabras que no oía o que quizás no quisiera entender. Dejó caer los papeles que con
tanto celo custodiaba entre sus manos. Calle arriba un cuerpo yacía muerto bañado por
la luz de una gélida luna llena veraniega. El viejo se levantó apresurado pero sus
acelerar su marcha. Eran unos metros pero el trayecto parecía eterno. Cuando llegó al
fatídico lugar se derrumbó ante aquella estampa. Tendido en el suelo, un hombre que
apenas había empezado a vivir se deshacía entre cientos de heridas que brotaban de todo
su cuerpo. No había duda. Era su hijo. A pesar de la desfiguración, seguía siendo él:
barba ensortijada y ojos almendrados de un color entre ocre y negro en los que aún se
cuenta que la vida de su hijo se deslizaba como un reguero calle abajo. Las lágrimas
desconsoladas se agarraban con fuerza al pecho del cuerpo inerte sin que tan siquiera los
Ocurrió en el pequeño huerto que tras palacio existía. Allí, Diego Melgar se
reunía, cada noche, con Catalina Mencías hasta el día en que pudieran hacer público un
amor que todo el mundo vislumbraba. Nadie supo lo ocurrido, tan sólo Catalina
conociera los verdaderos motivos de aquella tragedia en la que treinta y dos puñaladas
acabaron con la vida de Diego. Quizás sólo ella tuviera la respuesta, pero de nada
uno de los balcones del patio de sirvientes del Palacio de los Briceño, ondeando como
un cruel pendón mecido por la brisa nocturna. El horror de haber presenciado el cruel
momento en el que una navaja desgarraba la figura de su amado, para derramar hasta
abandonar su vida dejándola amarrada en un trozo de cuerda a varios metros del suelo.
No habían pasado unas semanas desde la noche en la que acaecieron los hechos
y la pena vencía a Esteban Melgar que aún no había sido capaz de retomar las pinturas
que estarían concluidas para la reunión que los caballeros del Temple celebrarían allí
sacerdote ya que jamás fue capaz de amar a nadie, a veces, ni a sí mismo. Su vida se
más altos niveles de la creciente nobleza castellana. No en vano, su familia había sido
designada para custodiar el castillo gracias a su influencia en la corte real. Éste fue su
primer gran logro. El segundo vendría con la culminación de las pinturas de la iglesia de
Santa María la Mayor y su inclusión en la Orden del Temple. A cada instante soñaba
con el día en el que los caballeros se reunieran bajo la bóveda del templo para escuchar,
contemplar las miradas de asombro que escudriñarían cada uno de los detalles de aquel
lienzo de piedra.
clérigo a fin de asegurar el poderío y riqueza del apellido Briceño. Lucas no doblegó
tan fácilmente su voluntad a los deseos de sus mayores y ya desde pequeño daba
sobradas muestras de rebeldía que de nada sirvieron para que tuviera que acatar los
designios que desde su infancia le habían sido impuestos anteponiendo su libertad a una
El mayor de los vástagos de los Briceño andaba nervioso por la marcha de las
pinturas, mientras Esteban apenas si era visto fuera de los aposentos que le fueron
estado del viejo artesano ofreciéndole una nueva morada en una de las habitaciones del
torreón del palacio destinadas a los invitados más ilustres. Esteban Melgar
encontraría mejor descanso y sosiego que en un patio rodeado de curiosos y, de este
modo, podría tenerlo bajo su control para que retomara sus obligaciones lo más pronto
posible.
Tras el cambio de alcoba Esteban decidió volver al interior del templo donde
entreviéndose los trazos que delimitaban algunas de las figuras. Subió y el crujir de la
madera pareció clavársele en lo más hondo de su sentido. Habían sido cientos las veces
que su hijo le había acompañado en aquel mismo lugar. Era su único discípulo, la única
persona que permaneció a su lado tras la perdida de su mujer cuando ésta le dio a luz.
Ahora, como entonces, se encontraba solo, frente a un muro blanco en el que apenas
Tomó el carbón entre sus manos y comenzó a definir las trazas de los elementos
mente el recuerdo imborrable de su hijo que desde el otro extremo del andamio parecía
seguir narrando los planes de un futuro truncado como afamado pintor que hubiera
llegado, quién sabe, a decorar alguna de las grandes catedrales que empezaban a surgir
en el nuevo Reino de Castilla, una vez que los ecos de la guerra se iban alejando.
acompañado por el crujir de la madera, gustaba pasar horas tumbado bajo aquel cielo
acontecimientos que turbaron la paz de la tranquila ciudadela, sin que nunca llegaran a
vestiduras y ya se adivinaban los primeros restos de color en la blancura del ábside. Para
bastaba. Tras el almuerzo, iba hasta la iglesia, se sentaba y escrutaba las alturas
descubierto. Bajo Cristo en majestad, que presidiría el punto más alto, una inscripción
en letra gótica recordaría a perpetuidad su apellido y, así, quedaría ligado para siempre a
pensamientos. No le hizo falta volverse para saber que se trataba de su hermano menor.
A pesar de los años, aún, no había aprendido a cerrar las puertas con cuidado. Llego
hasta él. Parecía nervioso. Llevaba bastante tiempo que no venía siendo el de siempre.
- Eres un hombre consagrado. Recuerda tus votos necio, son para toda la vida.
Si fueras libre tendrías opción de elegir, además, las mujeres sólo traerían
desgracias a esta casa - el tono de su voz era cada vez mayor -. Llevo toda
una vida luchando por el buen nombre de esta familia y no voy a echarlo a
perder por tu inmadurez. Tienes que renunciar a esas tonterías o te tendré que
recóndito de su cabeza se asoció la idea de una joven muerta que aparecía colgada del
- La amaba. Desde siempre la amé, desde que era un niño sabía que sólo con ella
mi vida tendría el sentido del que hoy carece. El regreso a palacio cada verano
simplemente con verla aunque jamás me quiso. Huía de mí, descubría mis
Se acercó hasta su hermano que ocultaba su rostro con las manos, lo agarró con
se quemaba dentro de mí. Fui hasta ellos y tomé a Catalina por la muñeca. Sabía
que le hacía daño pero la quería para mí. Era su señor y no podía negarse pero se
apoderó de mi ser. Saqué la daga que escondo entre los pliegues de mi túnica, le
miré a los ojos y en un instante estaba clavándole, una y otra vez, aquel frío
metal, hasta treinta y dos veces, tantas heridas como las que tiene mi alma.
Catalina salió corriendo, traté de seguirla pero el miedo a ser descubierto hizo
mis manos no tocaran su sangre ni trenzaran la cuerda que acabó con su vida. La
maté y ahora no hay ni paz ni descanso para mi alma. Allá estarán amándose
- Mil veces seas maldito y mil más el día que aquella mujer entró en esta casa
- Sólo pido el perdón de Dios, el tuyo sé que nunca lo tendré. Los únicos ojos
- ¡Qué tu alma alimente el fuego del que hablas por todos tus actos! Tus
manos están manchadas de sangre y tu única salida es aplicar una misa por
cada una de las heridas mortales que provocaste a su cuerpo y que sea Dios,
– Así sea.
Pasarían largos los minutos hasta que Fray Hernando de Briceño abandonara la
iglesia. De nuevo había salvado su plan. Tal vez debiera mandar lejos al benjamín y
evitar así un nuevo escándalo, aunque mejor sería hacerlo tras ese viernes que ahora,
más que nunca, anhelaba que llegara. La fecha se aproximaba y las pinturas debían
estar listas.
silencio, sólo roto por el incesante crujir de la madera. Desde el andamio un cuerpo
involuntariamente a una confesión brutal. Nunca hubiera deseado oír aquello. Lloraba
amargamente con la esperanza de que alguna de aquellas tablas cediera y sus huesos
dieran contra el frío mármol antes que seguir adelante con su vida. Desde entonces no
hijo. Desearía tener el valor de ir hasta sus aposentos y matarlo al igual que él hizo con
su primogénito.
Al día siguiente fue avisado que empezarían las misas que el mismo Lucas
Briceño aplicaría por su hijo. Desde su posición, Esteban interrogaba a Cristo acerca
del lugar en el que se encontraba la justicia de la que tanto había escuchado hablar. El
Arévalo le tacharía de loco, acabando, en el mejor de los casos, en algún presidio por
agredir a un hombre de Dios. Desde ese día, pasó todo su tiempo en la iglesia. Aquellas
pinturas eran cuanto le quedaban. A la caída de la noche todo era oscuridad, aunque
desde los ventanales de Santa María la Mayor del Castillo apenas sí era perceptible un
ocre y negro mientras las lágrimas surcan su cara hasta morir enredadas en lo profundo
de una barba de un color como la nieve que parece caer, desde el cielo, ahí fuera. Era la
noche anterior al día acordado para la entrega de las pinturas. Sería su última obra. Todo
estaba hecho.
Desde bien temprano los tablones y cuerdas, que durante meses taparon el ábside
dando gracias porque el día señalado había llegado. Salió de su aposento y mandó
Una sombra de duda cruzó como un rayo el pensamiento del clérigo. Es posible que no
antes de enfrentarse a su ira. Ni los centinelas ni los guardines de las puertas habían
visto salir a nadie, su rastro desapareció, como si su vida se hubiera ido consumiendo a
semblante bastaba para comprender que algo pasaba. Salió tras él como si la mayor de
las fatalidades hubiera ocurrido. Llegaron a la puerta, giraron los goznes y la humedad
del templo buscó cobijo entre las sotanas de los dos clérigos. La luz del Sol traspasaba
paisajes llenos de miles de verdes contrastados en los que se distinguían las torres y la
muralla de la villa de Arévalo, imágenes que sólo una mano maestra hubiera sido capaz
de plasmar. En el punto más alto, aparecía Cristo Redentor, rodeado de los símbolos que
aquellos que se ponían bajo su mirada, su mano derecha se eleva con ademán de
bendecir o, tal vez, de alzar una espada que nunca fue pintada. En su siniestra soporta
un orbe coronado por una cruz del Temple. Tras él, un cielo cuajado de estrellas como si
inmóvil en un único punto, bajo los pies del pantocrátor, concretamente, en un friso
formado por treinta y dos ladrillos colocados en esquinilla de los que surgían unas
pinturas que jamás fueron proyectadas. En cada una de aquellas estructuras se dibuja el
mismo rostro. Treinta y dos pares de ojos que observan impasibles al criminal y su
cómplice. Treinta y dos bocas de piedra que calladas gritan el nombre de su asesino.
Es una cara inconfundible: barba ensortijada y ojos almendrados en los que parece
descubrirse un destello de inocente jovialidad. Su color, una mezcla entre ocre y negro,
un color imposible de definir. Un color que tan sólo un padre podía ser capaz de
conseguir.