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Rosas nació en Santa Cruz de Galeana, Guanajuato, el

25 de enero de 1868, en el seno de una familia


modesta y, con todo, muy aficionada a la música. A
los siete años Juventino y su familia emigraron a la
Ciudad de México, con la esperanza de hallar mayor
bonanza económica.
Ya por ese entonces Juventino tocaba un violín rústico, sin
barniz. Pero la capital nunca ha sido un sitio fácil, y la
familia Rosas formó un cuarteto que trabajaba con duros
afanes para allegarse dinero. Los Rosas soñaban -muy
acordes con el afrancesamiento clasista de sus tiempos- con
tocar en las elegantes fiestas y reuniones de la alta sociedad
mexicana. Por desgracia, su aspecto indígena fue factor
suficiente para que los Rosas resultaran rutinariamente
excluidos de convites de tan altísima (!!) calidad. Un día,
Manuel Rosas -hermano de Juventino e integrante del
cuarteto mencionado- fue asesinado en una riña de barrio.
“Líos de faldas”, dictaminaron los testigos. A partir de
entonces la vida de Juventino se tornó más oscura y, con
sarcasmo insensato, lo condenó a avecindarse en un sitio de
nombre implacable: la Calle de la Amargura.
El talento reconocido
Las cosas mejoraron cuando el joven músico cumplió quince
años, pues encontró un buen trabajo como integrante de la
compañía del “Ruiseñor Mexicano”: la soprano Ángela Peralta,
donde por fin se reconocía su increíble talento.
Juventino ingresó al Conservatorio donde aprendió a tocar
piano, trompeta, trombón y clarinete. Pero vinieron más
desdichas… más: pronto, doña Ángela Peralta dejó de emitir
sus célebres trinos por culpa de una enfermedad que segó su
vida, y la compañía que ella sostenía se derrumbó. Con
dieciocho años de edad, Juventino se hallaba solo en el mundo,
pues por ese entonces su padre, su madre y su hermana
también habían fallecido. Después de mucho ir y venir,
Juventino se enlistó en el Ejército, y luego empezó a componer
pequeñas piezas de salón, esperando una oportunidad para
colocarse en alguna casa aristocrática. Tanta perseverancia se
vio, por fin, recompensada: Juventino tocó en el Teatro
Nacional, en un festival que conmemoraba la Batalla de
Puebla.
Deleitó al presidente y gabinete acompañante con una
Fantasía sobre La Sonnambula, de Bellini. Ovaciones y
protectores aparecieron en su camino, aun cuando sus
desventuras tempranas lo llevaron a consagrar su arte y
talento a las dudosas glorias de Baco.
Junto al manantial

Su producción comenzó a crecer: canciones, marchas,


polkas y valses. Un grupo de amigos lo animaron
para que formase entonces un grupo que amenizaría
las fiestas de “los de arriba” en sitios tan sibaritas
como los Baños del Factor y la Alberca Pane. Y fue
justamente en uno de esos sitios que resonó por vez
primera una de las piezas más celebradas de
Juventino. Era santo de la esposa de uno de los
dueños, la muy dulce y empingorotadísima doña
Calixta Gutiérrez de Alfaro, ocasión inmejorable para
ofrendar un vals cuyo título era Junto al manantial,
que luego se publicó con el nombre Sobre las olas.
La fama de este vals fue inmediata. Tanto, que Juventino
vendió su obra maestra a los editores Wagner y Levien, con un
ridículo contrato que decía: “Recibí de los Sres. Wagner y
Levien la cantidad de 45 pesos (!), valor de mis dos
composiciones Lazos de amor (chotis) y Sobre las olas, de
cuyas obras les vendo por la presente la propiedad para que
hagan de ellas el uso que mejor convenga. –México, febrero 7
de 1888. Juventino Rosas.” Fue este, como es claro, un
contrato leonino si los hay, pues a la muerte del autor Wagner
y Levien habían se embolsado ganancias por más de cien mil
pesos (de aquéllos) por Sobre las Olas. Pero a sus 23 años de
edad, Rosas seguía pobre, muy pobre.
Un año antes de fallecer, Juventino obsequió un vals a la
esposa de Porfirio Díaz, doña Carmen Romero Rubio de Díaz,
pero la nueva danza no llegó a igualar el éxito del divino Sobre
las Olas.
El trágico “finale”
En 1894, tras muchas botellas de licor y desencuentros
amorosos, Juventino Rosas hizo las maletas y se embarcó
para Cuba con una compañía de zarzuela. Pero después de
tantos brindis acumulados, Rosas ya no pudo decir
“¡Salud!” y cayó enfermo (se puso muy mal). El 13 de junio
de ese año murió, rodeado de la más grande miseria y
desconocido para el mundo que admiraba su bellísimo vals
Sobre las Olas. En 1909 sus restos fueron trasladados a la
Rotonda de los Hombres Ilustres (donde, como es sabido, ni
son todos los que están, ni están todos los que son).

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