«No es difícil ver», dice Hegel en el prefacio a la Fenomenología del
Espíritu, «que nuestro tiempo es un tiempo de nacimiento y de tránsito a un nuevo período. El espíritu ha roto con el mundo de su existencia y mundo de ideas vigentes hasta aquí y está en trance de hundirlo en el pasado y anda entregado al trabajo de su transformación... La frivolidad y aburrimiento que desgarran lo existente, la añoranza indeterminada de algo desconocido, son los mensajeros de que algo nuevo se aproxima. Este gradual desmoronamiento... queda interrumpido por un orto que cual relámpago pinta de un golpe la imagen de un nuevo mundo (1966, p. 12) » . ¿Qué es la modernidad?
Echeverría (2009) identifica tres fenómenos en los que se manifiesta
esta característica de lo moderno o en los que se muestra en acción esta “lógica” nueva, moderna: la técnica científica, la secularización de lo político y el individualismo (p. 8). 1) La aparición de una confianza práctica en la “dimensión” puramente mundana o “física”, la confianza en una técnica basada en el uso de la razón, pero protegida del delirio especulativo, al que ésta es proclive, mediante un dispositivo de autocontrol de consistencia matemática. Lo moderno reside en esta confianza en la eficiencia inmediata (“terrenal”) de la técnica; una entrega que se desentiende de cualquier implicación mediata (“celestial”) que sea inteligible en términos de una causalidad matemáticamente racionalizable. Una versión espacial o geográfica de este progresismo se presenta en otro fenómeno moderno: la determinación de la ciudad como el lugar propio de lo humano (Echeverría, 2009, p.8-9). 2) La “secularización de lo político” o el “materialismo político”, el hecho de que en la vida social aparece una primacía de la política económica sobre todo otro tipo de políticas que uno pueda imaginar, la primacía de la sociedad civil o burguesa en la definición de los asuntos del Estado. El materialismo político o secularización de la política implicaría entonces la conversión de la institución estatal en una supraestructura de esa base burguesa o material en donde la sociedad funciona en torno a una lucha de propietarios privados por defender cada uno los intereses de sus respectivas empresas económicas. Esto es lo determinante en la vida del Estado moderno; lo otro, el aspecto más bien comunitario, cultural, de reproducción de la identidad colectiva, pasa a un segundo plano (Echeverría, 2009, p.10-11). 3) El individualismo, en el comportamiento social práctico que presupone que el átomo de la realidad humana es el individuo singular. Un fenómeno característicamente moderno que implica, el igualitarismo, la convicción de que el derecho de ninguna persona es superior o inferior al de otra. Es un fenómeno moderno que se encuentra siempre en proceso de imponerse sobre la tradición ancestral del comunitarismo, la convicción de que el átomo de la sociedad no es el individuo singular sino un conjunto de individuos, un individuo colectivo, una comunidad, por mínima que ésta sea. El individualismo se contrapone a todo esto: al autoritarismo natural que está en la vida pública tradicional, a la convicción de que hay una jerarquía social natural. El individualismo es así uno de los fenómenos modernos mayores; introduce una forma inédita de practicar la oposición entre individualidad singular e individualidad colectiva (Echeverría, 2009, p.11-12). La modernidad se presenta como un intento que está siempre en trance de vencer sobre ellos, pero como un intento que no llega a cumplirse plenamente, que debe mantenerse en cuanto tal, y que tiene por tanto que coexistir con las estructuraciones tradicionales de ese mun do social. En este sentido sí puede decirse que la modernidad que conocemos hasta ahora es “un proyecto inacabado”, siempre incompleto; es como si algo en ella la incapacitara para ser lo que pretende ser: una alternativa civilizatoria “superior” a la ancestral o tradicional (Echeverría, 2009, p.12-13). ¿Cuándo inicia la modernidad?
Para Echeverría (2009) se trata del momento histórico de una “revolución
tecnológica” en el siglo XI, durante lo que Mumford llama la “fase eotécnica” en la historia de la técnica moderna. Una revolución tecnológica tan radical, tan fuerte y decisiva que podría equipararse a la llamada “revolución neolítica”. Se trata de un giro radical que implica reubicar la clave de la productividad del trabajo humano, situarla en la capacidad de decidir sobre la introducción de nuevos medios de producción, de promover la transformación de la estructura técnica del aparataje instrumental. Este sería el momento de la revolución eotécnica, la “edad auroral” de la técnica moderna, como la llama Mumford. El tránsito a la neotécnica implica la “muerte del Dios nurninoso”, el posibilitador de la técnica mágica o neolítica; muerte que viene a sumarse a la “agonía” del “Dios religioso”, el protector de la comunidad política ancestral, una agonía que venía aconteciendo al menos por dos mil años con la mercantificación creciente de la vida social. Nacimiento del espíritu moderno a partir del siglo XVI donde tomaron parte dos corrientes culturales contrapuestas: el humanismo Renacentista y el cristianismo moralizante de la Reforma protestante. El primero basado en el intelectualismo de la cultura griega y el segundo arraigado de la genuina religiosidad judía. (Aurelio, 2001, p. 5). Los acontecimientos históricos claves para la implantación del principio de la subjetividad son la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa. Con Lutero la fe religiosa se torna reflexiva; en la soledad de la subjetividad el mundo divino se ha transformado en algo puesto mediante nosotros. Contra la fe en la autoridad de la predicación y de la tradición el protestantismo afirma la dominación de un sujeto que reclama insistentemente la capacidad de atenerse a sus propias intelecciones: la hostia sólo puede considerarse ya como masa de harina y las reliquias sólo como huesos. Aparte de eso, frente al derecho históricamente existente, la proclamación de los derechos del hombre y el código de Napoleón han hecho valer el principio de la libertad de la voluntad como fundamento sustancial del Estado: «Se considera el derecho y la eticidad como algo fundado sobre el suelo presente de la voluntad del hombre, pues antes sólo se imponían externamente como mandato de Dios, o sólo estaban escritos en el Antiguo y Nuevo Testamento, o en forma de derechos especiales en viejos pergaminos, es decir, como privilegios, o sólo estaban presentes en los tratados» (Habermas, 1993, p. 29-30). ¿Cómo inicia la modernidad?
En términos generales Hegel ve caracterizada la Edad Moderna por un modo de relación
del sujeto consigo mismo, que él denomina subjetividad: «El principio del mundo reciente es en general la libertad de la subjetividad, el que puedan desarrollarse, el que se reconozca su derecho a todos los aspectos esenciales que están presentes en la totalidad espiritual». Cuando Hegel caracteriza la fisonomía de la Edad Moderna (o del mundo moderno), explica la «subjetividad» por la «libertad» y la «reflexión»: «La grandeza de nuestro tiempo consiste en que se reconoce la libertad, la propiedad del espíritu de estar en sí cabe sí». En este contexto la expresión subjetividad comporta sobre todo cuatro connotaciones: a) individualismo: en el mundo moderno la peculiaridad infinitamente particular puede hacer valer sus pretensiones; b) derecho de crítica: el principio del mundo moderno exige que aquello que cada cual ha de reconocer se le muestre como justificado; c) autonomía de la acción: pertenece al mundo moderno el que queramos salir fiadores de aquello que hacemos; d) finalmente la propia filosofía idealista: Hegel considera como obra de la Edad Moderna el que la filosofía aprehenda la idea que se sabe a sí misma (Habermas, 1993, p. 28-29). ¿Qué hay del concepto de modernidad?
En las lenguas europeas de la Edad Moderna el adjetivo «moderno»
sólo se sustantiva bastante tarde, a mediados del siglo XIX, y ello empieza ocurriendo en el terreno de las bellas artes. Esto explica por qué la expresión «modernidad», «modernité» ha mantenido hasta hoy un núcleo semántico de tipo estético que viene acuñado por la autocomprensión del arte vanguardista (Habermas, 1993, p. 19). El vocablo «modernización» se introduce como término técnico en los años cincuenta; caracteriza un enfoque teorético que hace suyo el problema de Max Weber, pero elaborándolo con los medios del funcionalismo sociológico. El concepto de modernización se refiere a una gavilla de procesos acumulativos y que se refuerzan mutuamente: a la formación de capital y a la movilización de recurso al desarrollo de las fuerzas productivas y al incremento de la productividad del trabajo; a la implantación de poderes políticos centralizados y al desarrollo de identidades nacionales; a la difusión de los derechos de participación política, de las formas de vida urbana y de la educación formal; a la secularización de valores y normas, etc (Habermas, 1993, p. 12). El concepto de modernidad de Weber rompe la conexión entre modernidad y el contexto histórico del racionalismo occidental, de modo que los procesos de modernización ya no pueden entenderse como racionalización, como objetivación histórica de estructuras racionales. James Coleman ve en ello la ventaja de que tal concepto de modernización, generalizado en términos de teoría de la evolución, ya no necesita quedar gravado con la idea de una culminación o remate de la modernidad, es decir, de un estado final tras el que hubieran de ponerse en marcha evoluciones «postmodernas» (Habermas, 1993, p. 13). ¿Qué hay del arte en la modernidad?
El proceso de distanciamiento respecto al modelo del arte antiguo se inicia a
principios del siglo XVIII con la famosa querelle des anciens et des moderns. El partido de los modernos reacciona contra la autocomprensión del clasicismo francés asimilando el concepto aristotélico de perfección al de progreso, tal como éste venía sugiriendo por la ciencia moderna de la naturaleza. Los «modernos» ponen en cuestión el sentido de la imitación de los modelos antiguos con argumentos histórico-críticos, elaboran frente a las normas de una belleza en apariencia sustraída al tiempo, de una belleza absoluta, los criterios de una belleza sujeta al tiempo o relativa y articulan con ello la autocomprensión de la Ilustración francesa como comienzo de una nueva época (Habermas, 1993, p. 19). El arte moderno manifiesta su esencia en el Romanticismo; forma y contenido del arte romántico vienen determinados por la interioridad absoluta […] La autorreflexión expresiva se convierte en principio de un arte que se presenta como forma de vida […] La realidad sólo alcanza expresión artística al refractarse en la subjetividad del alma sensible — la realidad sólo es entonces una mera apariencia a través del yo (Habermas, 1993, p. 30). En Jena la poesía del primer romanticismo surge, por así decirlo, ante los ojos de Hegel. Hegel se da cuenta inmediatamente de que el arte romántico es congenial al espíritu de la época en su subjetivismo se expresa el espíritu de la modernidad. Pero como poesía del desgarramiento apenas si podrá hacerse cargo de la tarea de «maestra de la humanidad»; no prepara el camino a aquella religión del arte que Hegel junto con Hólderlin y Schelling había soñado en Francfort (Habermas, 1993, p. 47-48). Friedrich Schlegel y Friedrich Schiller, en sus trabajos «Sobre la dedicación al estudio de la filosofía griega» (1797) y «Sobre la poesía ingenua y sentimental» respectivamente, habían actualizado el planteamiento de la «Querelle» francesa, habían definido conceptualmente la peculiaridad de la poesía y literatura modernas y habían tomado postura frente al dilema que se planteaba cuando se quería compaginar la ejemplaridad del arte antiguo, reconocida por los clasicistas, con la superioridad de la modernidad […] A la imitación de la naturaleza por los clásicos contraponen el arte moderno como acto de libertad y de reflexión […] La perfección de la poesía y la literatura ingenuas se ha tornado ciertamente inasequible para los autores de la modernidad, transidos típicamente por la reflexión; pero en lugar de eso el arte moderno aspira al ideal de una unidad mediada con la naturaleza, y esto es «infinitamente preferible» a la meta que alcanzó el arte antiguo mediante la belleza de la naturaleza imitada (Habermas, 1993, p. 49-50). El arte moderno es efectivamente decadente, pero precisamente por ello más avanzado en la vía hacia el saber absoluto, mientras que el arte clásico mantiene su ejemplaridad y, sin embargo, con toda razón puede considerarse superado: «La forma clásica del arte alcanzó lo sumo que la sensibilización que es el arte, puede proporcionar»; sin embargo, su ingenuidad estorba la reflexión sobre el carácter limitado de la esfera del arte en cuanto tal, que tan visible se hace en las tendencias disolutorias que presenta el romanticismo (Habermas, 1993, p. 51). Referencias Aurelio, J. (2001). Hegel y la modernidad según Karl Barth. Ideas y Valores, 79-101. Crow, T. (1996). Modern art in the common culture. Hong Kong: Library of congress. Echeverría, B. (2009). ¿Qué es la modernidad? D.F.: UNAM. Habermas, J. (1993). El discurso filosófico de la modernidad. Madrid: Taurus. Weber, M. (2004). La ética protestante y el "espíritu" del capitalismo. Madrid: Alianza.