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No se había aún rematado este complicado edificio 4ureo cuando, en expresión de Condliffe y

Eichengreen, aparecieron las primeras «grietas en la fachada». Éstas vinieron causadas,


naturalmente, por el inicio de la Gran Depresión, cuyos orígenes y consecuencias se analizan más
adelante. Las grietas se convirtieron en un primer y gran boquete el 21 de septiembre de 1931,
cuando Inglaterra decidió suspender la convertibilidad oro de la libra. Recordemos que Portugal
acababa de proclamar, el 9 de junio de 1931, la convertibilidad oro de su moneda y que España
estaba en aquellos momentos planeando adoptarla por primera vez en su historia.

El abandono del patrón oro por Inglaterra fue una decisión histórica, aunque el gobierno en aquel
momento anunciara la medida como temporal. En realidad, otros países lo habían hecho algo
antes: Argentina, en diciembre de 1929; Alemania, desde junio de 1931, había suspendido el
patrón oro subrepticiamente al introducir controles de créditos y cambios, aunque en realidad
nunca lo abolió formalmente, Di siquiera en el periodo nazi. Sin embargo, la medida inglesa tuvo
trascendencia histórica y alcance mundial porque Inglaterra era aún una primera potencia
económica y se la consideraba la patria del patrón oro. Para Inglaterra la decisión fue muy difícil de
tomar, y puede decirse que fue una medida in extremos y pretendidamente provisional.

El encarecimiento del crédito y la escasa competitividad internacional causaban paro, lo cual exigía
un aumento del gasto público para pagar los subsidios de desempleo. Ello, añadido a la menor
recaudación por la crisis, provocaba un déficit presupuestario que, aunque no era muy alto, unido
al bajo nivel de reservas en el Banco de Inglaterra debilitaba la confianza de los financieros y
agentes internacionales en la libra. Además, había un problema comercial.

El déficit de la balanza de pagos se había venido aminorando o había venido desapareciendo


desde el siglo XIX gracias a la llamada balanza de invisibles, la exportación de servicios:
típicamente seguros y fletes, pero también servicios bancarios, legales, etcétera. Esta partida, sin
embargo, fue disminuyeron lentamente desde mediados de los años veinte y cayó fuertemente
con la Gran Depresión.

La Gran Depresión de los años treinta se inició en Estados Unidos en 1929. No puede decirse que
el cambio de tendencia que se manifestó ese año fuera una sorpresa. En gran parte, fue un cambio
que muchos consideraron saludable, y que la autoridad monetaria estadounidense había estado
tratando de producir en los meses, incluso años, anteriores, por el deseo de cortar un proceso que
consideraba excesivamente especulativo. Lo que fue una sorpresa para todos fue la magnitud y
violencia de la caída, así como la conversión de lo que ellos consideraban que debía ser un ajuste
temporal en la mayor depresión que hubiera jamás experimentado la economía estadounidense, y
que hubieran sufrido la mayor parte de las economías europeas y latinoamericanas.

La producción industrial estadounidense dejó de crecer febrilmente en la primavera de 1929, pero


nadie dio importancia a ese dato entonces. Lo que sí captó la atención general fue el hecho de
que, en septiembre, a la vuelta de las vacaciones, la Bolsa de Nueva York dejara de subir como
había venido haciendo hasta entonces. Pero tampoco esta interrupción causó eran alarma. Los
temores de los escasos pesimistas se extendieron cuando a finales de octubre, tras mes y medio
de vacilaciones, la Bolsa de Nueva York se derrumbó. Vinieron los hoy famosos «jueves negro» (24
octubre) y «martes negro» (29 octubre) con descensos enormes que causaron pánico, ruinas,
suicidios y motines callejeros. A partir de finales de octubre era claro que la Bolsa estadounidense
estaba en caída libre.

El pánico y la desesperación cundieron: igual que la Bolsa había sido el emblema del optimismo
estadounidense en los años veinte, en los treinta se convirtió en el símbolo del pesimismo. Todos
los indicadores empezaron a caer, excepto los que ya lo habían hecho antes, que simplemente
continuaron el desplome.

La ola de suspensiones y quiebras pasó de las empresas bursátiles a los bancos, y de allí a la
economía en general. Los precios cayeron, los inventarios subieron, muchas firmas cerraron y el
desempleo aumentó, desde el 3% en 1929 hasta el 25% en 1933. En una economía sin subsidio de
desempleo, ales cifras eran trágicas. La producción industrial descendió en un 38% en esos mismos
cuatro años. La renta nacional estadounidense en su conjunto cayó en parecidas proporciones en
el mismo periodo: un 32%.

El economista heterodoxo más escuchado en los años treinta fue John Maynard Keynes, que
primero había logrado fama con su libro sobre Las consecuencias económicas de la paz, y que
luego volvió a hacerse famoso por sus ataques contra el patrón oro y en especial contra Winston
Churchill. Keynes vio muy pronto y muy claramente que era imposible recomponer la economía de
la belle époque. Escribió numerosos libros y artículos tratando de expresar una nueva teoría
económica adecuada a los supuestos de la posguerra, pero la versión definitiva de esta teoría no
se publicó hasta 1936, con el nombre de Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero.

El comercio exterior podía ayudar, pero para ello había que abandonar el patrón oro y dejar que la
moneda se depreciara para estimular las exportaciones, que tendrían un papel reactivador
paralelo al del gasto público. Por otra parte, al aumentar la renta del país, aumentaría su demanda
de importaciones, por lo que, a la larga, los otros países también se verían beneficiados de la
recuperación económica y de la devaluación. El equilibrio de Hume se conseguía así sin oro y sin
flexibilidad de precios; en el modelo keynesiano el equilibrio internacional se lograba por medio de
tipos de cambio flotan tes y ajustes en la renta nacional.

Estas ideas “neomercantilistas” circulaban en la época, aunque fueran minoritarias en el mundo


académico. Fue Keynes quien les dio coherencia y rigor teórico, quien las ensambló y, a la larga, las
dotó de respetabilidad académica. Pero entre los políticos y los hombres de negocios, menos
preocupados por las sutilezas teóricas y la aceptabilidad científica, la intervención del Estado para
combatir la depresión por medio del déficit presupuestario y de las intervenciones en el sistema
monetario o en el comercio exterior no parecía tan rechazable.
La Gran Depresión fue una catástrofe social de dimensiones y características hasta entonces
desconocidas; su causa última estuvo en tratar de poner en práctica simultáneamente paradigmas
económicos y sociales incompatibles. De un lado se intentó volver a un sistema monetario, el
patrón oro, que requería unas normas de comportamiento social muy estricto; de otro lado se
intentó evitar la disciplina social que el funcionamiento del patrón oro requería, disciplina cuyo
mantenimiento resultaba políticamente imposible dentro del ordenamiento democrático que se
fue generalizando en las primeras décadas del siglo XX y cuya implantación se aceleró tras la 1
Guerra Mundial, y que requería un fuerte aumento del gasto público con destino a transferencias
sociales. Fueron muy pocos quienes se percataron de la imposibilidad de conciliar ambos
paradigmas, y la mayor parte de quienes sí la advirtieron creyeron que la conciliación podría
lograrse por medio de una combinación de modificaciones (como el patrón de cambios oro y el
patrón de lingotes oro) y de intervenciones coordinadas. Es muy posible que el remedio así
administrado fuera peor que la enfermedad.

Igual que fracasó el intento de mantener el patrón oro sin pagar las consecuencias políticas que
este sistema conllevaba, los remedios contra la depresión se aplicaren con ineptitud y retraso, por
la simple razón de que los responsables políticos no entendían la situación y no conocían las curas.
Se necesitó casi una década para que el mensaje keynesiano fuera asimilado por los políticos.
Costó dos años o más lograr encontrar las fórmulas ad hoc que permitieran salir de la depresión, y
eso, en la mayor parte de los casos, con unas políticas de «sálvese quien pueda», en que cada país
trataba de mejorar su economía a costa de los demás. Éste fue, notoria pero no únicamente, el
caso de Estados Unidos, que no aceptó, o no comprendió, las obligaciones que conllevaba el ser la
primera potencia económica mundial.

A las enormes tensiones políticas derivadas del malestar social provocado por la depresión (donde
el sentimiento de desorientación general no era el menor de los males) se añadían los problemas
heredados de la 1 Guerra Mundial, en especial la situación política de Europa Oriental y el
problema de las reparaciones alemanas. La amenaza del bolchevismo había ya ejercido una
influencia determinante en el mundo en los años inmediatamente siguientes a la guerra; aunque
la prosperidad pasajera de los años veinte pareció alejar algo este espectro, en la Europa periférica
ejerció un poderoso influjo y sembró las semillas del fascismo. Éstas reverdecieron con la
extensión del paro que la depresión trajo consigo ¡y con el desprestigio del sistema «capitalista»
que ello entrañó. Las miradas se volvieron de nuevo hacia una Unión Soviética que, gracias al
Telón de Acero de desinformación que Stalin había levantado y a la propaganda de la Comintern,
junto a los logros indudables primero de la NEP y luego de los Planes Quinquenales, adquirió a los
ojos de los desilusionados ciudadanos de los países occidentales y de los del Tercer Mundo un
prestigio fuera de toda proporción con sus logros reales.

El renovado empuje de los partidos comunistas, la inseguridad y la amenaza revolucionaria


derivadas de la depresión trajeron consigo fuerte inestabilidad política en toda Europa, mucho
más acusada en los países de la franja oriental y meridional del continente, lo que hemos llamado
la Europa periférica. Mientras que en los países europeos adelantados esta amenaza pudo ser
neutralizada gracias a la estabilidad de su cuerpo electoral, en la Europa periférica el electorado se
polarizó radicalmente y la solución autoritaria ganó adeptos de tal manera que el fascismo,
combinado en mayores o menores dosis con el autoritarismo, acabó triunfando en casi todos los
países.

La palabra «totalitarismo» se ha utilizado para englobar comunismo y fascismo. Estos dos sistemas
políticos, característicos del siglo XX, tienen importantes puntos en común: son dictaduras de
partido único, basadas en el encuadramiento de masas y en el control estatal del mercado de
trabajo (y de otros mercados considerados esenciales), con una ideología rígida y excluyente, con
control estrecho de los medios de comunicación y, en resumen, con una pretensión de monopolio
de la vida política y de intervención en la vida económica. De ahí el nombre «totalitarismo», que
hace referencia a la voluntad de control total de la sociedad.

El término «fascismo», como tantas expresiones políticas, tiene una significación difusa y cargada
de connotaciones emocionales. Estrictamente hablando, el fascismo es un fenómeno
exclusivamente italiano, aunque tuviera pálidos imitadores en otros países, que se llamaron
fascistas. Sin embargo, ninguno de los movimientos afines que hoy llamamos imprecisamente
fascistas (nazismo, falangismo, salazarismo, etcétera) se definió como fascista. La mayor parte de
estos movimientos o sistemas que alcanzaron el poder tuvieron rasgos comunes con el fascismo
italiano, pero no fueron, estrictamente hablando, fascistas. Solamente el nazismo alemán es
comparable, por su coherencia doctrinal y su disciplina de partido, con el fascismo italiano.

En Europa el fascismo (en sentido lato) es un fenómeno propio de sociedades inestables o


periféricas, proclives al autoritarismo o poco versadas en la democracia. Esas sociedades fueron,
en el periodo de entreguerras, con su inestabilidad económica y social, fáciles presas de las
ideologías extremistas. En concreto, la amenaza de la Revolución Comunista pesaba sobre ellas
como una espada de Damocles. Cierto es que esa amenaza, al menos teóricamente, se cernía
sobre todos los países, favorecida por la propaganda y las maquinaciones de la Comintern y de los
partidos comunistas de cada país, apoyados todos ellos por la Unión Soviética. Cierto es, además,
que según las predicciones de Marx y de Lenin, era precisamente en los países más desarrollados
donde la Revolución Comunista había de llevarse a cabo. Sin embargo, los países avanzados, con la
excepción de Alemania, que ahora estudiaremos, se vieron inmunes a la tentación fascista, no
porque faltaran cabecillas, ideólogos o grupúsculos fascistas, sino porque esta doctrina resultó
tener muy pocos adeptos entre la clase política y entre los ciudadanos en general.

Quizá el elemento clave de la doctrina fascista sea el nacionalismo. Por eso resulta el fascismo tan
inclasificable, porque el fascismo de cada país se adapta a las particularidades de su historia y su
sociedad; por definición, el fascismo no puede ser universalista, como lo es su reflejo cuasi
simétrico, el comunismo, de quien tantas otras cosas han tomado. Además de proveer al fascismo
con una mística y una simbología, el nacionalismo desempeña una función crucial para el fascismo:
la de desmontar el axioma fundamental del comunismo, que es la lucha de clases, la premisa
básica con que se inicia El manifiesto comunista. La doctrina nacionalista, presente en todo credo
fascista, afirma que la Nación es la unidad social superior a la que deben subordinarse los
intereses de clase: obreros y patronos deben relegar sus diferencias y trabajar armónicamente por
el bien de la Nación, que es el de todos, el bien común. Ello justifica, según la doctrina fascista, el
control por el Estado del mercado laboral (el rasgo económico básico del totalitarismo) y la
represión de los partidos y sindicatos de clase, expresión que casi siempre es sinónima, para los
fascistas, de socialista o comunista. Frente al internacionalismo marxista, la doctrina fascista
opone la unión nacional de obreros y patronos en los sindicatos verticales. Hay que señalar que, a
pesar de estas claras diferencias doctrinales, en la práctica los sindicatos en los países comunistas
fueron bastante parecidos a los sindicatos fascistas, ya que los sistemas comunistas también se
caracterizaron por un férreo control del mercado de trabajo.

Las causas de la 11 Guerra Mundial se han debatido intensamente. Pese a la docta opinión de A. J.
P. Taylor [(1961)], las réplicas convincentes de Trevor-Roper y Bullock [Robertson (1971)] dejan
claro que el gran responsable personal del inicio de la guerra fue el dictador nazi, Adolf Hitler,
aunque formalmente la declaración de guerra la hubieran hecho Inglaterra y Francia el 3 de
septiembre de 1939 tras invadir Alemania Polonia el primero de septiembre. Los hechos en
principio son evidentes: tras llegar al poder, Hitler llevó a cabo el programa que venía delineando
desde hacía tiempo: rechazo del Tratado de Versalles y expansionismo alemán hacia el este, con la
finalidad última de derrotar a la Unión Soviética y permitir la expansión alemana hacia el este, que
era uno de los objetivos últimos de la política nazi.

Hitler era consciente de que estos objetivos no podrían lograrse sin guerra y estaba dispuesto a la
lucha. Aquí se planteaba un serio problema para la Alemania nazi. Toda Europa Oriental, incluida
la Unión Soviética, le parecía a Hitler un objetivo alcanzable por las tropas alemanas con relativa
facilidad. El problema residía en que era poco probable que Inglaterra y Francia («enemigos
implacables de Alemania», según el Fúhrer) dejaran de intervenir en algún momento de la
campaña alemana de expansión por el este, y esta intervención requeriría una guerra en el oeste.
Por ello esta eventualidad la había previsto el propio Hitler al menos desde 1937, como muestra el
llamado «Memorándum Hossbach», acta de una reunión de Hitler con el alto mando alemán el 5
de noviembre de ese año.

La eventualidad de una guerra en dos frentes, por tanto, había sido considerada por el gobierno
nazi, como lo había sido por el gobierno imperial alemán antes de la Gran Guerra. En cierto
aspecto, la II Guerra Mundial tuvo motivaciones similares a las de la primera: el deseo alemán de
ser la potencia hegemónica en Europa. El que Alemania volviera a plantear una nueva guerra en
términos muy parecidos a la precedente veintiún años después de haber salido derrotada en la
anterior resulta difícil de entender de un pueblo tan racional como el alemán. La explicación, por
supuesto, radica en la peculiar naturaleza del gobierno nazi. Se trataba de una dictadura capaz de
imponer su voluntad en contra de los deseos de la mayoría, porque parece bastante claro que la
mayoría del pueblo alemán no quería la guerra. Pero aquí tenía primacía la cuestión ideológica: el
Partido Nazi, como su propio nombre indicaba, era extremadamente nacionalista: su premisa
básica era la superioridad del pueblo alemán, superioridad que debía hacerle invencible si sus
dirigentes llevaban a cabo la política correcta.

También sostenía que Alemania había perdido la primera Guerra Mundial porque había sido
traicionada por sus dirigentes y por los enemigos internos: comunistas, judíos, pacifistas, etcétera.
De ahí se deducía que, eliminados los enemigos internos y con los dirigentes nacionalistas en el
poder, Alemania debía lograr sus objetivos y ganar la guerra si así era necesario para lograr sus
fines, el primero de los cuales era la expansión por el este. Guerra Mundial porque había sido
traicionada por sus dirigentes y por los enemigos internos: comunistas, judíos, pacifistas, etcétera.
De ahí se deducía que, eliminados los enemigos internos y con los dirigentes nacionalistas en el
poder, Alemania debía lograr sus objetivos y ganar la guerra si así era necesario para lograr sus
fines, el primero de los cuales era la expansión por el este.

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